La Historia muestra una constante en todos estos siglos: unos pocos se hacen mucho más ricos porque otros muchísimos se hacen un poco más pobres. El 27 de abril de 1978, Afganistán optaba por el reformismo con el triunfo de la revolución socialista. Muhamad Taraki, el nuevo presidente socialista, rescataba a un país pobre, anclado en la edad media, con un 95 % de analfabetos, feudal y de tiranos e iniciaba una revolución socialista progresista. En poco tiempo, subió la industria del 3 % del PIB al 10 %, en 5 años un millón de personas en Afganistán había pasado por los programas de alfabetización; se dotaba de infraestructuras el ámbito sanitario, aumentando casi un 100 % las camas hospitalarias y un 50 % el número de médicos. Se hizo la reforma agraria y entre otros muchos logros se consiguieron la igualdad jurídica entre hombre y mujer, la prohibición del matrimonio infantil, la ley de divorcio, derecho a no usar velo para las mujeres, libertad del trabajo femenino, prohibición efectiva del cultivo opio, etcétera.

Claro está, esto no gustó nada a este nuestro Occidente, por todo lo que suponía de avance para el comunismo en plena guerra fría. Pero tampoco gustó inicialmente la independencia de esta nueva república comunista a la URSS, ni, por supuesto, a Arabia Saudí o la dictadura pakistaní. Y lo más chocante, tampoco gustó nada a China. El nuevo gobierno afgano nació con poderosos enemigos. Estados Unidos y la OTAN vieron en los terroristas islamistas, semilla de los talibanes, la fuerza para derrocar al gobierno comunista que tantos cambios favorables estaba aportando al pueblo de Afganistán y decidieron armarlos, les entrenaron y miraron hacia otro sitio, cuando en sus ataques los muyahidines asesinaban a civiles, incluidos maestros, médicos, niños y mujeres.

Thatcher llegó a decirles a aquellos terroristas en un encuentro en 1981 que «los corazones del mundo libre están con ustedes», cuando solo en ese año habían cometido 245 atentados con bomba, 198 ejecuciones por degollamiento y 2.500 muertos en atentados. Los muyahidines lograron la victoria gracias al apoyo incondicional de Occidente y otras dictaduras como Pakistán. Todos los logros sociales conseguidos junto a la modernización del país -libertades sobre todo para las mujeres y progreso económico- desaparecieron en meses. Curiosamente, la financiación en el periodo talibán vino de Occidente y de un comercio creciente del opio, pero lo más curioso es que el opio de origen afgano creció exponencialmente en el periodo que estuvo controlado por EE UU y la OTAN.

La indignación generalizada se plasma en los medios de todo el mundo en contra del trato que dan a las mujeres los talibanes, cuando casi nada se dice de otros abusos de los derechos humanos que se producen en otros países sin interés económico o geoestratégico. Hay que recordar que, al parecer, Afganistán tiene grandes recursos de las preciadas tierras raras, tan necesarias para la nueva economía. ¿Qué pasa con el tema de las mujeres en Arabia Saudí u otras dictaduras musulmanas?

Desgraciadamente, la Historia que nos cuentan no habla de la hipocresía de Occidente y la tontuna informativa a la que nos tienen sometida a la población. Intencionadamente, la información suele ser viral, pero sin profundidad y, lo más importante, sin verdadera reflexión sobre los temas, como dando las dosis exactas para adormecer la conciencia con un opio sutil. El objetivo tal vez sea evitar que estos temas que nos obligan a cuestionarnos a nosotros mismos lleguen a la conciencia colectiva, lo que hace que en general no gusten en los grandes medios de información. Mis agradecimientos a este periódico que publicando esta opinión hace una apuesta clara por la información a sus lectores y para que, cada vez más, ésta sea una sociedad de librepensadores.