Mi ordenador me acostumbra a dar la bienvenida cada día con alguna bonita y casi siempre espectacular imagen geográfica, así que, una mañana descubro unos maravillosos lagos canadienses y al día siguiente me encuentro sumergido en plena selva amazónica. Yo, educadamente, a la pregunta —por parte del señor ordenador— de si me gusta lo que veo que aparece en mi pantalla, siempre respondo que sí, faltaría menos, a lo que mi ordenador me contesta dándome las gracias por mí , por lo que se ve, por mi estimable colaboración con el mundo de la comunicación informática. Entre los paisajes más visitados por mi ordenador figura Nueva Zelanda, por lo que comenta el texto, famosa por sus inigualables parques nacionales. En mi memoria infantil y cartográfica Nueva Zelanda era el país de la bota invertida y además fragmentada. Una especie de península italiana pero puesta boca abajo. El otro recuerdo relacionado con Nueva Zelanda era una especie de pollo sin alas llamado kiwi y todo un símbolo nacional por lo que parece para el país oceánico. También andaba, no muy lejos, aunque situado en el país vecino, Australia, el conocido espécimen llamado El Demonio de Tasmania que durante muchos años creí, en mi ingenuidad infantil, que solo existía como dibujo animado.

En mis primeros tiempos escolares la geografía fue una de mis asignaturas favoritas, una preferencia que asocio a mi atracción por los mapas que cubrían las paredes de las clases. Había nombres y territorios geográficos que se proyectaban en mi fantasía como el de la península de Kamchatka, un espacio casi mítico en mi imaginario que el mapa situaba en un extremo de la antigua Unión Soviética separado por el Mar de Bering de su opositora, la península de Alaska. A esta querencia geográfica se unía mi temprana pasión cinematográfica de manera que mis conocimientos geográficos casi siempre se vestían de actores y actrices de Hollywood ya fuera camino de las minas del Rey Salomón en el corazón de África, cruzando las estepas rusas con Miguel Strogoff que no era otro que el actor alemán Curd Jurgens, en los mares del sur o en un diminuto y para mi desconocido país europeo llamado Ruritania donde transcurría la acción de El Prisionero de Zenda y Stewart Granger se enfrentaba a mi villano favorito, James Mason, conquistando como no podía ser de otra manera, el amor de Deborah Kerr. Gracias a la pantalla descubrí la Riviera italiana en compañía de Vittorio Gassman y Jean Louis Trintignant en pleno ferragosto italiano a bordo de un descapotable en la película ‘La escapada’, y las calles de Nueva York y sus barrios siempre estarán unidos a los nombres de Audrey Hepburn, Gene Hackman, Robert de Niro y por supuesto, Woody Allen, sin duda el cineasta que más se ha pisoteado la isla de Manhattan con su cámara. No sé si allí tienen costumbre de dedicarles calles a sus hijos ilustres, pero sin duda Woody Allen se merecería una buena placa distintiva, aunque no estoy seguro de que en estos momentos el director de Annie Hall tenga todos los avales para su reconocimiento callejero en tiempos del ‘Me Too’.

Volviendo a otras calles, pero a las de la ciudad de València, estos días ha celebrado sus fiestas falleras más insólitas o inhabituales. La meteorología ha contribuido a que la cosa todavía resulte más embarazosa y nos dejaba —a mí en la ventana— una de las imágenes más impactantes con una fuerte tormenta acompañando los fuegos artificiales de un castillo. Como diría la voz de James Taylor, «Fire and rain». Por cierto, para los seguidores del cantautor norteamericano anuncia gira para los próximos meses recalando en algunas ciudades españolas. Otro cantautor, que estos días ha desembarcado, pero en el país vecino, Portugal, ha sido Caetano Veloso, una buena noticia para la música y el espectáculo después de todo este tiempo de abstinencia. Me imagino que sus colegas españoles, pienso ahora en Serrat o Sabina, estarán en pleno entrenamiento para su regreso a los escenarios después de casi dos años de ausencia. Un regreso que a mí se me figura, no sé por qué, con sabor a despedida…