Hay partidos tan señalados, tan importantes, que machacan tanto la memoria, que llegan a tener un campo gravitatorio propio, con principios y leyes independientes, ajenos a rachas, a presupuestos y hasta al propio fútbol. Todo lo que pueda suceder en los días previos, en realidad, son episodios que orbitan en torno a un eje, a un gran marco de referencia. Y es así, de esa manera, que noticias como que el premio a la mejor paella del mundo lo gane un restaurante madrileño llamado «El Madrileño», o que dos ministras de visita en València lancen mensajes discordantes respecto a la infrafinanciación, son solo señales centrípetas que anticipan la llegada del gran acontecimiento, del advenimiento solemne de un nuevo Valencia-Real Madrid.

Estamos ante un género propio. Hay quien, con bastante puntería, compara este clásico con otras rivalidades europeas tocadas de un punto irracional, como la Fiorentina-Juventus o el Hamburgo-Bayern. Hablamos de núcleos históricos de glorioso pasado, cunas del renacimiento y antiguas ciudades estado de gran pujanza comercial, cuyos equipos de referencia se enemistaron con clubes hegemónicos a cuenta de décadas de duelos, fichajes a traición de estrellas y finales perdidas. Son encuentros de apasionamientos desiguales. De un lado es el partido del año, del otro suele ser el trance de un peaje siempre incómodo y quizás con cierto aroma provinciano. Justo por ese motivo son partidos únicos, con una fuerza propia.

En nuestro caso, en cada Valencia-Real Madrid el campo de la acequia de Mestalla llega a transformarse en una inmensa plaza donde se reafirma, sin caer nadie en ello y sin distinguir banderas, la España periférica. La España diversa ante el relato radial. El Valencia Club de Fútbol ha sido el instrumento mediante el cual el pueblo valenciano ha proyectado sus frustraciones contra Madrid. Tras cada fricción contra tan ilustre rival, todo un estadio, corte urbano y comarcal muy representativo de una comunidad leal que «ofrena glòries», que se despierta enarbolando las bondades del regionalismo bien entendido, clama contra el rival y más allá. Grita contra contra el aire, contra un concepto invisible —Paco Roig lo definía como «la Meseta»—. Los episodios arbitrales (y alguna gran victoria) han dado pie a campañas identitarias que trascienden al deporte en una catarsis colectiva que no conoce responsables. Todo muy efervescente y desconcertante, antes de volver a sumirnos en la larga noche de nuestro pueblo.

En el fondo, se trata de una gigantesca anomalía. Esa pulsión deportiva y social, que como Paco Lloret documentó se remonta a los años 30, tuvo su efecto catalizador contemporáneo en los años 90 entre goles anulados por Díaz Vega a Fernando, entre restos de cáscaras de naranja en dirección a jugadores violetas caídos («productes de la terra per a Chendo» locutaba Picornell, con voz de barítono, en partidos ofrecidos por Bancaixa) y desembocó en el punto de inflexión definitivo del caso Mijatovic. Sin embargo, ese combustible ambiental no se ha traducido nunca en un eco social y político movilizado. Es fútbol, una alucinación de 90 minutos. La escasa empatía que recibe el gobierno valenciano para poner en el debate nacional el proyecto de una España más justa y solidaria es una buena prueba, casi equivalente a la exigua comprensión que suscita una selección de fútbol pensada más allá de la M-30, con seis valencianos en sus filas. Siempre quedará el fútbol, con sus fronteras literarias en las que un gol en cada Valencia-Madrid valga para trazar la ensoñación, para imaginar hasta dónde se podría llegar.