En pandemia, el profesorado universitario ha vivido diversas situaciones: inició el curso 2019-20 presencialmente y, como consecuencia del confinamiento, todos pasaron a teletrabajo. En el curso 2020-21, los que tenían más riesgo por enfermedades graves actuaron en teletrabajo, y otros en modelo ‘híbrido’ dando clase presencial al 50 % de los alumnos de una asignatura, mientras el otro 50 % estaba conectado en línea asistiendo a las clases; los alumnos se alternaban periódicamente en ambas situaciones. En otros casos, parte de la materia era en línea y la otra parte se dividía al grupo en dos o tres y se les impartía esa parte presencial. Ahora todos impartimos clases presenciales.

Tras la incertidumbre y los cambios, quizás si se hiciera un estudio sobre la situación actual del profesorado observaríamos que muchos están sufriendo ‘burnout’ o síndrome del personal ‘quemado’ por el trabajo. También buena parte del personal de administración y servicios y de los cargos que nos representan en las universidades.

Profesorado universitario y juristas tenemos la jubilación obligatoria a los 70 años; aunque podríamos optar antes por la voluntaria en las condiciones que corresponda personalmente. Al regresar en septiembre, el tema de la necesidad de alejarse temporal o definitivamente de la universidad ha sido casi una constante.

A todos ha ‘quemado’ la improvisación y la incertidumbre sufridas en la docencia y en la vida, la dificultad para la conciliación familiar-laboral, el miedo por contagiarnos y contagiar a seres queridos y no saber cuándo puede acabar esto.

Los que están en procesos de promoción profesional están muy agobiados. Los tiempos para los procesos en que se les va a valorar su trabajo no han cambiado. A todos se nos evalúa periódicamente la docencia y la investigación (periodos de cinco y seis años, respectivamente). Además del complemento salarial que se deriva de esas evaluaciones, la de investigación es clave para promocionar o estar en mejores condiciones laborales. Con motivo de la pandemia, ha habido dos años anómalos de trabajo y los que tengan que solicitar este año que se les evalúe su investigación, en realidad solo habrán tenido cuatro años una situación normal para poder trabajar. Lo lógico sería que la Agencia Nacional de Evaluación (Aneca) les diera dos años más para solicitar el periodo que les acabaría este año, pudiendo rescatar estos años para sumarlos a los siguientes sexenios. De igual modo, los rectorados podrían flexibilizar la situación de los contratados, como los ayudantes doctores, de forma que los que tengan acreditación ya para promocionar que se les dé plaza, aunque no hayan consumido los cinco años y aquellos que no la tengan se les amplíe a dos años más su contrato.

Se ha decidido ‘todos a presencialidad’. Y los más mayores, aunque sufran enfermedades graves crónicas, no pueden acogerse a teletrabajo. Aunque el control sanitario vaya mejor, sigue habiendo personas en UCI y muertes por coronavirus, incluso entre vacunadas.

El contexto social tampoco acompaña. El problema se da en todos los países desarrollados, incluida España: la libertad se ha confundido con la velocidad y el tocino. El hecho de que no puedan salir a divertirse como les apetezca, a muchos les resulta un atentado contra su libertad; también están los negacionistas ante la vacuna o ante el uso de mascarilla. ¿Se han parado a pensar que una pandemia se controla cuando toda la sociedad actúa conjuntamente?

El problema no es que un joven pase el coronavirus como un refriado (algunos lo han pasado peor e incluso hay fallecidos), sino que cualquiera puede contagiar a otros y los más vulnerables pueden padecer los peores efectos de la enfermedad y serán quienes paguen el mal uso del modo en que egocéntricos y egoístas han utilizado esa libertad. Entre los adultos, el menor porcentaje de vacunados en España aún se da entre las edades en que se sitúan normalmente las personas que reclaman esa libertad, la del alumnado universitario. Recuérdense los escandalosos botellones de universitarios del pasado viernes (Madrid, Barcelona, València…).

Al regresar a la universidad, junto a la alegría de reencontrar a compañeros y poder dar clases presenciales, a la mayor parte de los que nos encontramos estaban igual, pero hubo casos que llamaron la atención: personas que antes de la pandemia tenían una imagen de persona mayor y que ahora se les ve, tan solo año y medio después, como viejos, sin haber pasado el virus. Simplemente es que se llega a una edad, entre los 60-70 años, en que es muy posible que cualquier malestar conlleve un bajón.

Para los jóvenes, que se les limiten las actividades de ocio y desvarío una temporada puede ser molesto, pero unos dos años de mayor control les deja toda una vida por delante. A los más mayores, les queda mucho menos por vivir y la pérdida de esos dos años puede corresponder precisamente al tiempo que les quedaba por vivir. La pandemia no solo nos ha robado los abrazos, sino también, en muchos casos, la sensatez y a algunos la ilusión. Para recobrar la ilusión es necesaria la comprensión e implicación de las instituciones, evitando el ‘burnout’.