Al hablar de progreso, en el imaginario colectivo se nos ocurre pensar que, en menos de un siglo, hemos pasado del carro de mulas al coche híbrido; de las alpargatas, a la elegancia de unos mocasines o deportivas; del jergón de farfolla, al mullido colchón de látex o viscoelástica; de los harapos recosidos y zurcidos, a la moda de Zara que nos permite cambiar de vestuario con frecuencia; de la palangana de agua y jabón, a la ducha con perfume de Chanel 5; y así podríamos ir enumerando.

Sin embargo, ese mayor desarrollo no troca la envidia en cariño; el engreimiento, en desinterés; la petulancia, en sencillez; la indiferencia, en amor. Porque la condición humana se mejora si es ética; y si no, no hay progreso. Es más, puede empeorar.

Los hombres (y mujeres) tenemos tendencia a dividir dialécticamente. No hay que olvidar que la palabra «diabolus» significa división, discordia. Algo que nos separa de Dios y de los demás. Las religiones monoteístas usan esta palabra para designar al maligno que introduce la división en el mundo, que enfrenta a los «hunos con los hotros» (Unamuno). Opuesta a esta palabra está «symbolum», que significa lo contrario: compartir, juntar, reunir, ordenar las piezas sueltas y separadas hasta componer la escena completa, como si fuera un puzle.

Los clásicos escribían cómo se llega a una verdadera y honda unidad que lleva a la amistad sincera: Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo (naturalmente siempre que sea bueno; si no, serían unos sinvergüenzas).

No hace falta ser inteligente para darse cuenta de que destruir lo hace cualquiera. Una catedral, por ejemplo, se puede derribar con pico y pala; o bien poniendo una carga explosiva, que es más rápido. Pero para construirla se han tardado siglos y muchos arquitectos e ingenieros, albañiles, especialistas, etc. Un ejemplo viviente es la Sagrada Familia de Barcelona: hace más de un siglo (en 1882) comenzó su construcción con maquinaria y grúas, que en el Medievo no disponían (solo poleas). Les gustaría terminarla para 2026, aniversario del fallecimiento de Gaudí; pero lo tienen difícil.

Pues bien, para construir, y que nuestra vida sea valiosa, es necesaria la comprensión. Escuchar los razonamientos de los demás, no como una pose para hacerse la foto y luego seguir en lo mismo, sino como algo valioso. Recuerdo, por poner un ejemplo, que en 2017 leí un trabajo, realizado por expertos de la Universidad de Cardiff, acerca de una discusión con estudiantes «negacionistas» del cambio climático. Organizaron grupos de diálogo. Y su sorpresa fue mayúscula: descubrieron dos narrativas sobre el cambio climático que no les chirriaban a esos supuestos «trogloditas»: la que aboga por evitar el «despilfarro» como una forma de ahorrar energía, y la que expresa «apoyo patriótico» a las tecnologías energéticas nacionales bajas en carbono.

De este modo, saber escuchar a los demás nos sirve, y mucho, no solo para afianzar la amistad, sino para entender formas diferentes a la nuestra de enfocar los mismos problemas, que constituye una riqueza en sí misma considerada. Y advertir aspectos que no habíamos apreciado. Uno no lo sabe todo.