Ya adentrados en un nuevo curso escolar, no sería justo culpar a los docentes de esa creciente sensación de comedia en vivo y de obligado final feliz. Me refiero al profesorado de Secundaria y Bachillerato que columpiará a unos cuantos hacia el mundo universitario, ciclos formativos o hacia ninguna parte, que haberlos haylos. Con la nueva ley educativa (Lomloe), en la ESO la repetición será una medida excepcional porque la promoción de curso se sacará de encima el pequeño detalle del número de suspensos, y en Bachillerato incluso se podrá pasar de curso con una asignatura suspendida. Pero como si esto fuera poco, para el nuevo curso se propone la eliminación de las pruebas extraordinarias y finales que hasta ahora servían para maquillar con algo de dignidad algún que otro aprobado milagroso. Así, exentos de esta fatiga de última hora, el futuro seguirá los derroteros del simple y módico calentamiento de silla.

La banda sonora del sistema educativo español me suena a fanfarria ideológica, cosmética de mediocridades y mucha insensatez. Se escuchan compases de garantía de éxito para todos, inclusión, diversidad, igualdad de géneros – no de sexos, ¡por Dios! -, digitalización y nada del verdadero valor del esfuerzo, de esa lucha por superarse e intentar ser mejor cada día. Por supuesto que a la mayoría de los docentes nos seduce la buena voluntad de aceptar a todos y dar diversas oportunidades con las herramientas que nos ofrece el mundo de hoy. Todos nos sumamos a ello. Pero no a costa de regalar y fomentar la mediocridad.

Como dice el Papa Francisco en su encíclica Laudato si, vivimos un cambio de época. No solo existe una metamorfosis en lo cultural, sino también una lenta transformación antropológica con nuevos lenguajes e intereses. La superficialidad y el fracaso de los valores tradicionales han posibilitado que la mediocridad se extienda por el mundo occidental a la velocidad de las redes sociales. Los cambios también son positivos e inevitables, claro que sí. Sin embargo, nuestra sociedad se está mostrando incapaz de conjugar esta nueva realidad con aquellos valores positivos que son intrínsecos para el éxito del ser humano. Y la escuela está siendo un motor fundamental para forjar la mediocridad.

En este nuevo contexto de la postmodernidad, la mediocridad sabe enmascararse con excelencia entre nuestros políticos, artistas, docentes y profesionales de cualquier índole. También, por supuesto, entre esos alumnos que intuyen que todo es una opereta que llegará a buen puerto disimulando y disfrazando su escasa voluntad. Intuyen que el sistema está por la labor en la práctica, aunque no lo pregonen en la teoría. No hace falta ser un lince para olerse el percal cuando lees al ministro de Universidades, Manuel Castells, condenando los suspensos y asegurando que el no aprobado de una asignatura se debe - nada más y nada menos - a causas elitistas. Es el momento de ellos, el de los mediocres, aquellos que saben medrar y camuflarse para destacar en una sociedad que se lo permite, y que incluso los aúpa a zonas de poder o, simplemente, a las butacas de la comodidad. No es casualidad que según el último informe de la OCDE España e Italia estén a la cabeza de jóvenes que ni estudian ni trabajan.

El éxito está en manos de quienes sueñan con ser influencers, ganar mucho dinero y luchar por un premio tan poco merecido que acabará convirtiéndose en una autopista hacia al fracaso personal, algo inevitable cuando se sustenta en la mentira. Pero de momento, los mediocres están en condiciones de apostar a caballo ganador. Es el momento de ellos, los de las soluciones triviales, aquellos que siempre tienen como reclamo publicitario a los humildes. Esos humildes – entre ellos, muchos alumnos nuestros - que reconocen sus limitaciones y debilidades, obran en consecuencia y luchan por ser mejores.