Jean McConville tenía treinta y ocho años, era viuda y madre de diez hijos. Ninguna de esas circunstancias resultaban demasiado excepcionales en la Irlanda de 1972. Ella venía de una familia protestante, su marido, de una católica. No gozaban de simpatías en ninguno de los dos bandos. A los partidarios de la pureza no suelen gustarle las mezclas. A los pocos meses de morir su esposo, se trasladó con los niños a un bloque de viviendas de protección oficial, llamado Divis Flats, en Belfast Oeste. Apartamentos húmedos y grises en medio de un descampado que a media tarde quedaba sumido en las sombras.

Era diciembre y hacía un frío que pelaba. Serían cerca de las siete. El hornillo de la cocina ya estaba encendido para la cena. Fue entonces cuando llamaron a la puerta y uno de los críos abrió. Ninguno supo decir exactamente cuántos eran los miembros del comando. Entre diez y doce. Hombres y mujeres. Algunos iban con pasamontañas. Otros, a cara descubierta. Los niños se dieron cuenta de que no se trataba de gente desconocida, sino de vecinos del barrio. Eso ingenuamente los tranquilizó. Jean McConville solo tuvo tiempo de ponerse el abrigo.

Su secuestro siempre estuvo rodeado de silencio. Hacer desaparecer a una viuda, madre de 10 niños, no era algo fácil de reivindicar ni siquiera para un grupo terrorista con más de tres mil muertos a sus espaldas.Su cuerpo fue hallado tres décadas después, en 2003, en la playa de Shelling Hill, al norte de Dublín con un tiro en la nuca.

Este hecho es el punto de partida que eligió el periodista del New York Times, Patrick Radden Keefe para abordar el entramado de terror y silencio que convirtió Irlanda del Norte en zona de guerra. El libro No digas nada es un crónica demoledora que se lee como un novela de suspense. Relata la investigación periodística del caso McConville y, de paso, aborda el misterio de cómo ciertas personas y una comunidad entera llegan a fanatizarse por una idea y a justificar la violencia hasta sus últimas consecuencias. Nadie fue juzgado nunca por ese crimen. Pero todos los testimonios apuntaban en la misma dirección. Gerry Adams, el líder del Sinn Féin, brazo político del IRA, sin embargo, siempre negó haber dado la orden.

Hace cuatro años, en 2017, el político norirlandés anunció que se retiraba y cedía el testigo a Mary Lou McDonald, una graduada en literatura, especializada en Samuel Beckett, que llegó a la mayoría de edad política después de los acuerdos de Viernes Santo y, que por tanto, no tenía un pasado paramilitar. El caso del IRA no es igual al de ETA por muchas razones políticas que todos conocemos. Pero hay elementos comunes. Eduardo Madina describe el País Vasco en el que creció como una mezcla entre Manchester y Belfast. Un marco de decadencia industrial combinado con terrorismo de alta intensidad. Lluvia, hierro y rock&roll, como en el libro de Álvaro Heras-Gröh. Tampoco la figura de Gerry Adams admite mucha comparación con la de Arnaldo Otegi. Aunque desde el punto de vista de los dilemas morales, hay paralelismos.

Hace diez años que ETA fue derrotada por el estado de derecho. Nadie duda del papel del coordinador de Bildu para allanar las últimas resistencias dentro de la banda hacia el abandono definitivo de las armas. Sus palabras la semana pasada con motivo de la efeméride abrieron la caja de los truenos. Ahora que ha bajado un poco el ruido de la sobreactuación política, quizá sea el momento de reflexionar. Ninguna persona sensata puede estar en contra de que la izquierda abertzale reconozca el daño causado, sienta de corazón el dolor de las víctimas y se comprometa a mitigarlo. Aunque entiendo a los que no se fían de esas palabras. El perdón es una cuestión individual. Atañe a cada cual. Pero la convivencia es un asunto colectivo que nos incumbe a todos.

Me refiero a la necesidad de crear un espacio de reconciliación en el País Vasco, como plantean desde distintos enfoques: Maixabel Laza, en la película de Icíar Bollaín, Fernando Aramburu, en Patria, o Eduardo Madina y Borja Sémper en Todos los futuros perdidos.

El libro No digas nada es de esas lecturas que se te quedan dentro. La figura de Gerry Adams aparece retratada en todos sus ángulos y los hay muy escabrosos, créanme: un líder enigmático, maquiavélico y escurridizo que siempre se las apañó para caer de pie. Pistoleros lealistas estuvieron a punto de matarlo a tiros. El estado británico lo encarceló y lo torturó. En su última etapa, ayudó a allanar el camino hacia la paz, sin embargo su perfil destila una ambigüedad moral espeluznante. Supongo que en algunos momentos son necesarios tipos así. En Irlanda del Norte mucha gente pensaba que Adams aún «olía a explosivos». Él supo retirarse a tiempo. Arnaldo Otegi debería hacer lo mismo. No tanto por cortesía como por pudor. Sin más.