Es tiempo de calaveras y Tenorios, de fiestas importadas de yankeelandia, de hacer colas a las puertas de los cementerios para cambiar las flores de plástico y limpiar lápidas. Es tiempo de huesos de santo, buñuelos de viento, pestiños y chucherías, es tiempo de truco o trato o de ver en los teatros el drama de Zorrilla la víspera de la noche de muertos. Es tiempo de alebrijes (animales imaginarios que sirven para ahuyentar a los malos espíritus), catrinas mexicanas y festejar la vida de los ausentes.

La muerte en estos días viene a visitarnos, en forma de disfraz, de obra de teatro, de tradición católica, o celebración de la vida de los que se fueron, más que su muerte.

Será porque nací un día 2 de noviembre de hace algunos años que estos días me gustan; no tanto Halloween, no me gustan las películas de miedo, ni una fiesta que nos empeñamos en replicar, a pesar de matarnos con los vecinos de bloque en la reunión de la comunidad mensual, no abrir la puerta de casa a nadie, ni vivir en idílicos espacios residenciales. Tampoco tenemos cantidades industriales de caramelos porque sí en casa y difícilmente podemos convertirnos en lo que no somos, y que me perdonen los adictos al truco o trato, pero estarán conmigo en más que Halloween somos la marca blanca de la fiesta americana, así que les deseo Feliz Juagulín, cómo decía Vanesa en un audio mítico qué se hizo viral y que ustedes recordarán.

Entre Viernes 13, El Exorcista, don Juan y doña Inés discúlpenme pero me quedo con el drama teatral del truhán de Sevilla en el siglo XVI, tradición que sigo cumpliendo la víspera del 1 al 2 de noviembre aquí donde me ven tatuada, combativa y con un punto macarra. Da igual en la ciudad que esté, siempre acudo al teatro la víspera de difuntos para ver cómo don Juan se reencuentra con las ánimas del purgatorio y recibe el perdón de su amada doña Inés, una de las obras más representativas del Romanticismo que trata sobre el amor, la moralidad o la religión que me sigue atrapando cada año.

Pero si algo tengo claro en estos días de ultratumba es que debemos huir del negro, el silencio y el recogimiento. Hay que vestir las casas de luz, colores, flores y celebrar la vida de los que se fueron, brindar por cada día que pasamos junto a ellos, recordar anécdotas, sentarnos en torno a una mesa rodeados de amor, sus recuerdos, sus fotos y no estar tristes, porque la única certeza de esta vida es que nos vamos a ir y debemos vivir la muerte como parte de la vida.

Hagamos que la ausencia y el dolor por la pérdida que quizás nunca nos abandonará se conviertan en una sonrisa al recordar los momentos compartidos. La tradición católica nos ha hecho vivir este momento como un trance sórdido, pero no es tarde para que entendamos que el día de muertos debe ser un día de ofrendas a los que no están, no con flores de plástico en cementerios que visitamos una vez al año, sino celebrando su vida y recordándoles con alegría.

No vivamos de espaldas a algo por lo que todos tarde o tempravamos a pasar; no es fácil, lo sé, pero no encuentro mejor manera de asumir el dolor por la ausencia y el terrible vacío que deben dejarnos que celebrar el haber formado parte de sus vidas.

Prefiero un eterno alboroque por los que ya no están y suspirar por don Juan, a vestirme de Jason en La Matanza de Texas como excusa para emborracharme por cumplir un año más. Una vez mi madre me contó que una señora le dijo antes de que yo naciera que no se complicara con el nombre y me pusiera el santo del día. Menos mal que nunca le hizo caso.

De la vida nadie sale vivo, así que celebremos la muerte.