A pesar del tiempo que ha trascurrido desde que se inició este periodo nuevo tan extraño, resulta difícil escribir, conversar, o incluso simplemente vivir sin hacer referencias a la pandemia.

Se ha colado en nuestras vidas y lo ha hecho de una forma cruel en ocasiones, con la pérdida de seres queridos, dolorosa siempre y sobre todo marcando el ritmo de nuestras vidas. No deja de ser curioso cómo un elemento tan minúsculo puede estar condicionando la vida de los habitantes del planeta.

Las siglas identifican perfectamente un virus del cual hace apenas veinticuatro meses nadie había oído hablar, ahora es la palabra más repetida y más utilizada. Cuando la historia analice, con hechos ya pasados, este fenómeno, seguramente destacará aquello que tiene como seña de identidad más relevante, la incertidumbre. Alguien puede alegar que los virus son siempre así, incluso cualquier tipo de enfermedad genera esa falta de seguridad que rompe con la vida cotidiana. En esta ocasión, la intensidad que ha adquirido, la capacidad de movilización que ha supuesto y la forma de comportarse tan extraña nos ha conducido a una época de absoluta incerteza.

Nadie medianamente responsable es capaz de comprometer una actividad de carácter social sin marcar como elemento condicionante algo así, como si las circunstancias sanitarias lo permiten. El discurrir del virus, las medidas institucionales, las condiciones de labilidad emocional a la que nos está volcando este carrusel de acontecimientos nos sitúan frente a una realidad de nuevo cuño en la que sustituimos la certeza por la probabilidad, «si no ocurre nada estaremos ahí», «vamos a ver cómo se comporta en los próximos días» … Cada comentario encierra esa descripción tan evidente de las limitaciones a las que nos tiene sometidos.

Mas allá de las consecuencias que provoca esta tendencia general de procrastinar o dejar para el último momento la decisión de cada uno de nuestros actos, el dolor que supone la propia enfermedad, y las autolimitaciones con las que complementamos las actuaciones institucionales impuestas, todo este conjunto de circunstancias forman un combinado complicado de digerir que va haciendo mella en cada persona dejando una huella negativa de la que no somos plenamente conscientes.

A estas alturas ya estamos en condiciones de valorar si la respuesta institucional que se está ofreciendo es la más adecuada o se podían hacer cosas diferentes. Posiblemente, el conjunto de actuaciones frente a la expansión de la pandemia, están bien diseñadas desde la epidemiología, pero, tal vez, no sean suficiente, ya que hay demasiadas cuestiones condicionadas por este mal que se puede convertir en una enfermedad del alma que nos deje secuelas de largo alcance.

Poco sabemos sobre cómo está afectando el futuro de esos niños que no han visto caras completas desde que nacieron, o esos compañeros de colegio a los que se les identifica más por la voz que por sus rasgos ocultos, o de qué manera afectará a miles de personas un aislamiento prolongado originado por el miedo al contagio. Todavía no existen estudios de gran fiabilidad, pero los datos que conocemos apuntan ya un crecimiento de la enfermedad mental, conflictos graves en los contactos interpersonales, que afectan especialmente en las relaciones de pareja, problemas de salud que no son consecuencia del virus y que se están agravando y cronificando… Seguramente, se trata de la punta del iceberg de lo que se está cociendo en el fondo. Probablemente ha llegado el momento de considerar, junto a las pautas para atajar la expansión del virus, un análisis profundo de las consecuencias en el conjunto de la población y adoptar medidas encaminadas a evitar un escenario de futuro sin COVID pero con otras patologías instaladas, de manera definitiva, en nuestra sociedad.