Aveces cuesta recordar que hubo un tiempo distinto. Como si de una película distópica se tratara, observo el aula entre los escombros de la pandemia. Observo a mis alumnos enmascarados, entre los muros de la distancia y con el invierno royendo sus dedos helados. Imagino que esas tristes escuelas bombardeadas en tiempos de guerra también enseñaron casi a la intemperie, como nosotros, aunque a veces creo que, quizás, sintieran algo menos el frío al poderse apretujar en su desgracia. Los nuestros, no. Los nuestros a un metro y medio de la amistad y buscando esas trampas para engañar al profe y delinquir porque unas risas con tu compañera le dan algo de sentido al aula fría.

Nunca fuimos más conscientes de que la escuela no es una librería donde acomodamos a nuestros hijos para que puedan aprender. Si la escuela no sirve para aprender, «apaga y vámonos». Al colegio vamos a aprender, eso es obvio, pero en el marco de una pequeña sociedad que nos ayuda a crecer y a relacionarlos. Y esta es la herida por la que están sangrando nuestras aulas.

He de decir, que la mayoría aprendió a buscar la alegría atrincherados tras sus mascarillas, con recreos en el aula, sin salidas extraescolares, ni la mayoría de esas actividades lúdico-educativas que daban vida a la escuela. Los muros de nuestras aulas se han convertido en búnkeres, porque los chavales se han acostumbrado a ser islas desde hace dos años… Demasiado tiempo para niños y jóvenes que viven una época que nunca volverá.

Es difícil explicar el derrumbe de la escuela. Dicen que hay que ver para creer. Pues eso, que hay que vivirlo para entenderlo y quien que es docente, lo sabe. La jornada es una aventura que comienza cuando procuras que todo el alumnado lleve la mascarilla en su sitio y te propones sobrevivir en el intento. Nunca estás seguro de los alumnos que tendrás confinados, ni de si se conectarán correctamente on line, ni de si seguirán las clases con tu lucha si no falla el wifi o no se cuelga un ordenador también agobiado, porque tú lo estás, claro que sí, ya que tampoco sabes si serás capaz de escuchar al alumno que susurra bajo su mascarilla con el jaleo de las puertas abiertas, ni de si tu pobre voz mantendrá el aliento tras la tuya, ni de si verás el camino para motivar a un grupo sin rostro. Tu papel es de docente, de médico, higienista de manos, policía de normas y, al mismo tiempo, rehén de recreos en el aula para mantener la cuadratura del círculo: distancias, almuerzos y adolescentes a punto de salir en órbita.

El invierno en el aula está siendo interminable y ya nadie se atreve a aventurar un horizonte para toda esta locura. Pero cuando veo a mis compañeros —casi de claustro en claustro o en esa gran sala de reuniones del WhatsApp— encendemos velitas a todos los santos habidos y por haber, porque nos parece inimaginable otro curso igual. No solo inimaginable, casi insoportable, diría yo, porque nuestra escuela parece una lóbrega caverna donde los rayos de luz, igual que vivas esperanzas, van y vienen intermitentes como un faro desnortado.

Casi me gustaría decir que vemos el final… Pero ya no me atrevo.