El otro día charlaba con un amigo mientras comíamos. Hablaba rápido y masticaba exageradamente. Tenía prisa. Solo disponía de una hora para comer y volver al trabajo. Aún así prefería salir de allí, conversar y desconectar un poco. La comida con prisas nunca sabe a nada. Sus palabras de color mostaza y sabor a pepinillo sonaban a queja. En su cabeza el trabajo ocupa casi todo su tiempo. Cuando trabaja y cuando no trabaja sus pensamientos se centran en hacer balance de lo que ha hecho y de lo que queda por hacer; su valor como persona se mide en resultados y se cuantifica en una nómina repetida a la que dirige demasiado esfuerzo. La vida desde la productividad le pesa, como le pesa a la mayoría, pero cómo se sale de una escalera de caracol infinita. Quien encuentre el cartel de salida, que avise.

Al verlo acelerar con su coche a lo lejos, me pregunto: ¿Esa es realmente la vida que mi amigo quiere? ¿Puede permitirse otra? ¿Nos hemos convertido solo en seres productivos? ¿Sabemos quiénes somos y lo que queremos?... O ¿nos limitamos a hacer, hacer y hacer?

La llegada de la pandemia nos frenó en seco en muchos ámbitos, uno de ellos, el productivo. El trabajo pasó a un segundo plano para cedérselo a la salud, a la de todos. Y en ese confinamiento apareció el tiempo, pero no el tiempo convertido en jornada laboral, sino el tiempo para nosotros, el tiempo de las personas. Durante la pausa de la pandemia, nos dimos cuenta de que existimos más allá de nuestros trabajos, que podemos hacer otras cosas y que esas otras cosas que podemos hacer nos hacen sentir bien. Conseguimos durante unos días saber quién somos más allá del traje o de un uniforme anónimo. Y nos gustó encontrarnos. Nos vimos en otros escenarios más tranquilos, en los que disfrutamos, con los nuestros, en familia. Nos sentimos relajados, creativos, risueños, tranquilos… En nuestra casa, con pocas cosas. Suficiente.

La pandemia nos ha enseñado el valor del tiempo. La vida también late más allá de las cuatro paredes de la oficina. Nos encendemos como personas justo cuando salimos a la oscuridad de una tarde de invierno al acabar nuestra jornada laboral. Empezamos a ser nosotros justo al acabar el día. Qué pena.

Pero, el mundo está cambiando. Los valores cambian de lugar, el poder y el dinero pierden posiciones en una sociedad cada vez más cansada y vacía por dentro. Lo material ya no compensa como compensaba antes. No cubre los huesos inertes de la persona sin alma. Lo material luce, disfraza y aparenta mientras que el interior sigue en ruinas. Sin tiempo para nosotros no podemos levantar templos de tranquilidad en el corazón, no podemos crear hogares con vínculos de acero. Sin tiempo para ser, morimos por dentro. Porque el trabajo no nos contesta a la pregunta de quiénes somos. El trabajo nos coloca dentro de una sociedad que se ha olvidado de las emociones, de la calma, de los mayores, de los cuidados, de respirar al fin y al cabo.

La salud mental empieza a emitir facturas. Humanas y de números. Los costes empiezan a ser muy altos. A las empresas empiezan a no salirles las cuentas. Da igual las edades, las profesiones o el lugar que ocupes, si no paramos y nos revisamos, acabaremos desconectados de nosotros mismos. Ganemos tiempo en lugar de ganar tanto dinero. Ganemos ganas, ganemos vida porque nos la merecemos. Nuestra especie nunca ha estado tan desorientada, el camino hacia lo que necesitamos nos enfoca en lo sencillo, la naturaleza, los nuestros, los pequeños detalles, sentirnos bien. ¿Cuánto tiempo le dedicamos a esto? Tu gestión del tiempo es una decisión, una actitud ante la vida y un estado de ánimo. El tiempo no vuelve aunque asumas que te equivocaste. No hay más oportunidades. El tiempo solo tiene una carta. Tú decides qué prefieres ganar.