No tendría aún 4 años cuando el barrio en el que vivía sufrió una conmoción de la que, contra todo pronóstico, salimos. Un niño de 9 años había sido asesinado por un sacerdote que previamente lo había violado. De esa primera infancia los vagos recuerdos, más bien sensaciones, están mediados por la tensión entre la compasión hacia la familia por su pérdida y el tabú avalado por una comunidad fiel a la práctica católica. Estábamos a inicios de lo 70.

Estas semanas están saliendo a la luz testimonios de hombres que en su infancia fueron abusados sexualmente por sacerdotes o profesores católicos y aquel niño viene a mi mente cada vez que escucho en la radio un nuevo testimonio. Y siento dolor, un dolor que no me corresponde y sin embargo me interpela y me increpa.

Me interpela porque el malestar que hizo de mí una mujer feminista tiene orígenes comunes con el sufrimiento de esos hombres que, siendo niños, un día (o un sin fin de días) fueron agredidos sexualmente por hombres que debían ser ejemplo de respeto y dignidad. Las violencias sexuales, que predominantemente se ejercen sobre las mujeres, son también un infierno para los niños y las niñas, y en los contextos religiosos de forma especialmente acusada sobre los niños. La violencia sexual es un ejercicio de poder y de dominio que destruye buena parte de nuestros resortes. «Yo me veo como alguien solo. Soy impar y siempre lo seré. No me fío de nadie, ni de mi mejor amigo», compartía recientemente el escritor Alejandro Palomas. Su testimonio y el de otros hombres que pasaron por situaciones similares deben servir para que los niños y los chicos perciban la masculinidad de otras formas: los hombres también son vulnerables, también pueden ser víctimas del poder y de las estructuras patriarcales, y también pueden expresar sus sentimientos, sus miedos y sus debilidades.

Me increpa porque del mismo modo que reivindicamos el yo sí te creo reconociendo la veracidad y legitimidad de las denuncias de las mujeres violentadas, urge la necesidad de ampliar ese yo sí te creo a los hombres que son violentados, de distinta forma pero con raíces comunes: unas estructuras sociales cimentadas en el abuso del poder. O tal vez deberíamos decir de los poderes, pues no es uno sino que son múltiples las manifestaciones del poder: desde la política, desde la economía, desde la religión, desde el pater familia, desde la judicatura, desde cualquier posición donde alguien decide y alguien no solo no decide sino que padece las consecuencias de las decisiones (y los actos) de otro. Y la amalgama de esos cimientos son las interacciones y las alianzas entre todos estos focos de poder. Los hombres tampoco escapan a estas estructuras. Porque son las que nos han moldeado,a ellos y a nosotras.

Es por ello que las feministas nos sentimos interpeladas por el sufrimiento de los hombres, porque nuestro horizonte implica transformaciones y cambios donde todas las personas, hombres y mujeres (y quienes no se sienten ni una cosa ni la otra), podamos vivir vidas vivibles (redundante, sí). Vidas que, aun nuestra precariedad y vulnerabilidad, puedan ser transitadas, sin miedo a mostrar las debilidades porque la vida esté en el centro y el cuidado sea un eje motor de la sociedad.