Imagínese la escena. Son los años sesenta en España y una pareja de jóvenes se besa de día en la calle. Un miembro del Cuerpo de la Policía Armada, vestido de gris, les recrimina su actitud impúdica y los sanciona con una multa de cien pesetas Los jóvenes, acogotados ante al tono amenazador de aquel hombre dotado de autoridad y de verbo impoluto, pagan y se van sin rechistar con la lívido guillotinada. Vamos a cambiar de escena. Son los años noventa y un grupo de jóvenes trapichean con droga en una plaza con vegetación. Una dotación del Cuerpo Nacional de Policía, ataviados con camisa blanca y pantalón azul, descienden de un Citroën BX. Los muchachos que son ocho y resabiados, tratan de esconder entre los matojos las papelinas de cocaína y a continuación bajan sus miradas con ineficaz disimulo. Son identificados y cacheados. Su futuro, salvo excepciones, ya tiene el sendero trazado, pero han aprendido a quién respetar. A ninguno de ellos se le ocurre alzar la voz a los agentes, encararlos o desafiarlos. Saben lo que se juegan: un par de noches en el calabozo y el inevitable chorreo de sus padres. Permítame otro salto en el tiempo. Esta vez viajo al presente. Sí, esto que nombran «nueva realidad». Haga un esfuerzo y visualice la misma escena anterior en una plaza de hoy. Donde llegan los agentes de la Policía Nacional, en esta ocasión con uniforme azul marino, y descienden de un vehículo híbrido. Tras un previo barrido ocular los policías solicitan refuerzos. Son varios los jóvenes a identificar e intuyen problemas por el pelaje del personal: miradas desafiantes y manos hundidas en los bolsillos de las cazadoras. Tal vez porten un arma, tal vez el móvil preparado para grabar. ¿Que es lo que ha cambiado en esas tres escenas además del color del uniforme y los vehículos? No tenga la menor duda: el principio de autoridad. En la antigua Roma alguien investido de autorictas era obedecido. No hace mucho tiempo también lo era aquí. ¿Sabe qué lleva un policía de hoy en su mochila? Además de un tentempié, agua y un cargador del móvil, conservan un bolsillo sin fondo donde coleccionan insultos, vejaciones y amenazas. Es en otro bolsillo, ese más disimulado, donde esconden sus miedos. Y en este mismo escenario en el que la autoridad de un padre, un maestro o un policía se ha extinguido, gracias a esos analfabetos ascendidos a rango de legisladores que no han conocido cómo se las gasta la calle, la Policía Nacional está a punto de recibir las primeras pistolas eléctricas. Según normativa los agentes solo la podrán utilizar cuando se produzca «un evento o peligro concreto en casos de urgencia o necesidad inaplazable». Estos dispositivos lanzan dardos con electrodos que incapacitan temporalmente a la persona que recibe el impacto. Su uso es tan polémico que la actuación requiere de ser grabada por uno de los agentes. Así que mientras un agente hace de reportero, olvidándose de las normas básicas de protección, el otro lanzará los electrodos al sujeto peligroso. Créame lo que le voy a decir. No han sido pocas las veces, durante mis más de treinta años como policía, en las que he tenido que mirar los bajos de mi coche, tomar asiento en los bares siempre encarando la puerta, o salir de casa con el arma en la mano y cubierta esta con un periódico. Sobre todo cuando detectaba a dos sospechosos en los aledaños de mi portal poco antes de que saliera el sol. La hora en la que esos mataban. Y aunque aquellos eran años de plomo creo que ser policía hoy es mucho más complejo. ¿Y sabe usted por qué? Porque un policía sin autoridad es un monigote en manos del azar. Con o sin pistola eléctrica.