A Ramón Llamas, padre de las aguas subterráneas en España

Es el mensaje que lanza Naciones Unidas para celebrar el día mundial del agua y que, atendiendo a los hechos, es muy oportuno. En el mundo el 20% del agua de riego, el 50% del agua urbana y el 40% del agua industrial procede de acuíferos. Importante en lo cuantitativo, también lo es en lo cualitativo porque su calidad es, casi siempre, mejor. En países como Holanda o Dinamarca, en los que sólo se bebe agua del grifo, el agua es subterránea, mientras la embotellada, perjudicial para el bolsillo y para el medio ambiente, apenas se consume. Pero comparten la preferencia, quienes embotellan siempre buscan los mejores manantiales.

Pero si su importancia actual es notable, más lo será en un futuro amenazado por el cambio climático y por las, cada vez más frecuentes, sequías. Porque en épocas de escasez de agua las ventajas del agua subterránea aumentan. Son, en el corto-medio plazo, menos sensibles a la escasez de precipitaciones, están mejor distribuidas en el espacio (hay siempre un acuífero cerca de donde falta agua) y sus reservas en España, 300.000 hm3, son un gran aval.

Pero su gestión, muy deficiente, no está a la altura de su importancia, paradoja que la historia explica. A su natural uso inicial (manantiales), siguió la excavación de las primeras galerías (o qanats). La primera documentada se construyó en Armenia hace tres milenos. Tan brillante estrategia se extendió con rapidez por todo el mundo, alcanzando en España su máximo esplendor en el Madrid del siglo XVII. Dos siglos después llegará, con las bombas sumergidas, el impulso definitivo. Al poder elevar el agua verticalmente, intrépidos visionarios perforarán, con pico y pala, la tierra hasta llegar al acuífero. Nacen, pues, los pozos y, poco después, principios del siglo XX, los hay por doquier. Una dinámica imparable que, con las máquinas perforadoras, alcanzará su cenit. El formidable crecimiento económico posterior a la segunda guerra mundial, lo consolidará.

Mientras, con el uso del agua subterránea aún testimonial, aparecen las primeras leyes de aguas (1866 y 1879) que, lógicamente, la ignoran. En la ley de 1879, las aguas superficiales, que atienden casi todas las necesidades, son declaradas públicas y las subterráneas privadas. Son de quien las alumbra (galerías) o del propietario del terreno que alberga el pozo. Pero claro, un siglo después (1985), al acometer la reforma de la ley, su uso se ha extendido y la hidrogeología evidenciado la estrecha relación que entre ellas existe, razón por la que conviene gestionarlas conjuntamente. La ley de 1985 reconoce, por fin, su existencia y, al tiempo, declara públicas las alumbradas en adelante. Al tiempo tratará de poner orden, habilitando un registro para inscribir los pozos. Pero la confusión está servida, aguas extraídas de un mismo acuífero (pozos contiguos) son, dependiendo de la bomba que las eleve, públicas o privadas. Un magnífico ejemplo del habitual desfase temporal entre el mundo real y la administración.

En 1998, al publicar el Libro Blanco del Agua, la administración reconoce la existencia de un millón de pozos (hay expertos que doblan esa cifra) y, poco después, en 2001, al actualizar la ley de 1985, dará un paso más estableciendo que, para controlar los volúmenes elevados, en todos los pozos se instalará un contador. Dos medidas (el registro y el contador) necesarias, pero fracasadas. El descontrol persiste, evidenciándose que una administración del agua nacida sin vocación de gestión (fue creada para promover las obras hidráulicas que a la sazón se necesitaban), debe adecuarse a las necesidades del momento. Con claridad meridiana lo expresaban los nombres del ministerio que entonces la albergaba (Fomento primero, Obras Públicas después). Será a finales del siglo XX cuando, por vez primera, incluirá el término Medio Ambiente que, en permanente evolución, ha llegado hasta el de Transición Ecológica y Reto Demográfico. Nuevo nombre, nuevos retos declarados en la ley de cambio climático y transición energética de 2021. Pero, al parecer, a las aguas subterráneas aún no les toca.

Es un problema mundial, no sólo de España, generado por la historia y por la lentitud de una administración que sólo acomete cambios complejos cuando no tiene más remedio. Y claro, cuanto más tarda, peor es. El ejemplo de California es de libro. Tras sufrir severas sequias, y conscientes del papel salvador del agua subterránea en periodos secos, recientemente (2014) ha promulgado la «Sustainable Groundwater Management Act», creando una Agencia específica para las aguas subterráneas, con capacidad para gravar su extracción con un impuesto ambiental, ya existente en otros países (pocos céntimos en Alemania, 0.90 €/m3 en Dinamarca). Con lo recaudado se financiará la Agencia que controlará los acuíferos, especialmente los sobreexplotados y contaminados. El cambio de paradigma que la administración española necesita (gestionar y no tanto promover) tiene un nombre: agencia reguladora.

Con el cambio climático y las sequías al acecho, controlar el agua subterránea es impopular, pero necesario. Es esencial educar a ciudadanos y decisores para que estas agencias no se vean como fiscales intimidadores. Antes bien, deben ser instituciones garantes de la sostenibilidad de los acuíferos y promotoras de una eficiencia necesaria para reducir el gasto energético. Hay que explicar que los denostados contadores son necesarios para garantizar la sostenibilidad y mejorar la eficiencia, un asunto para nada menor. Suponiendo (no hay datos fiables) que los 7 km3 que España utiliza se elevan una altura media de 60 m, el consumo energético alcanza los 2700 GWh, algo superior al 1% del total, con un gasto energético asociado de 540 millones de euros y, con el mix actual, una emisión de gases de efecto invernadero de 750.000 toneladas. Pero es una estimación muy conservadora porque, con estas cifras, el gasto medio de un pozo sería 540 €/año y, sin duda, es muy superior. También se desconoce la eficiencia de unos bombeos que, de implantarse el etiquetado energético que la Unión Europea promueve, propiciaría un notable ahorro energético y haría más visible lo invisible. De ello se trata.