Antes de la anexión de Crimea en 2014, pocos conocían el uso de sanciones por parte de la Unión Europea dentro de la Política Europea de Seguridad y Defensa, la así llamada PESC. Cosa que no es de extrañar: si bien Bruselas lleva décadas imponiendo sanciones, las medidas que adoptaba solían carecer de implicaciones económicas, y se aplicaban a países con los cuales nuestra región apenas mantenía relaciones comerciales. Los destinatarios de las sanciones eran, en su gran mayoría, remotos países en desarrollo como Birmania o Zimbabue o ex repúblicas soviéticas como Bielorrusia o Uzbekistán. Dentro de los países bajo sanciones, las sanciones pretendían penalizar a aquellos actores y élites implicados directamente en el agravio al cual reaccionaban. Estas consistían en prohibiciones de entrada al territorio de los estados miembros, congelación de fondos, así como la prohibición de transacciones aplicable a una lista de individuos. Ni se imponían sanciones a nuestros vecinos directos ni, hasta entrado el año 2017, a países iberoamericanos. Ni nuestra economía ni nuestras relaciones comerciales se veían concernidas. En suma: aquí, ni nos dábamos cuenta.

Esto empezó a cambiar con las sanciones adoptadas en respuesta a la anexión de Crimea y las operaciones de desestabilización de Ucrania oriental en 2014. Esta vez, el destinatario era una potencia europea de relevancia militar, energética y comercial. Las sanciones que impuso la UE, si bien más atrevidas que de costumbre, no limitaron nuestras exportaciones. Por el contrario, lo que sí nos afectó fueron las restricciones impuestas por Moscú a productos perecederos, entre los cuales se encontraba la producción hortofrutícola levantina. Junto con Aragón y Cataluña, la Comunitat Valenciana resultó uno de los territorios más afectados del país, lo que condujo al presidente de Asociación Valenciana de Agricultores a criticar a Bruselas por mantener un enfrentamiento con Rusia en aras de motivaciones «estrictamente políticas y ajenas a la agricultura».

A un mes del comienzo de la actual guerra de Ucrania, la severidad y celeridad inédita del paquete de sanciones impuesto por la UE – y por los demás socios del G7 y Australia – promete llevar los efectos económicos a un nuevo nivel. Se distinguen tres tipos de consecuencias económicas: primero, las repercusiones de la interrupción del comercio con una Ucrania en pleno conflicto bélico, segundo, los efectos negativos de nuestras propias sanciones sobre Rusia, y tercero, el impacto de las ‘contrasanciones’ adoptadas por Moscú sobre la Unión Europea y los demás países emisores de sanciones.

Los países emisores de sanciones solo tienen el control de las sanciones que ellos mismos imponen, aunque ni siquiera ellos se encuentran en condiciones de predecir la totalidad de sus posibles efectos. Por de pronto, dos aspectos de los impactos de las sanciones se manifiestan ante una ciudadanía que los desconocía hasta la fecha. El primero consiste en que los destinatarios de las sanciones son quienes más las padecen, pero no son los únicos. Las sanciones también suponen un coste para el emisor, aunque sea mucho menor. Al igual que el comercio internacional reporta beneficios tanto a importadores como a exportadores, la disrupción del comercio perjudica a ambas partes del intercambio comercial. Es decir: imponer sanciones no es gratuito, conlleva un precio que el emisor debe estar dispuesto a pagar. El segundo aspecto es que estos efectos, si bien pueden ser modestos de por sí, son susceptibles de exacerbar problemas preexistentes. En nuestro caso, dificultades en abastecimiento o el aumento del precio de la energía sólo pueden agravarse a medida que la guerra en Ucrania avance y las sanciones vayan desplegando su efectos. Si bien algunos efectos están empezando a manifestarse, aún queda mucho por ver: parte de estos efectos y sus posibles interacciones son imprevisibles.

En vista del coste de las sanciones, cuya magnitud estamos en proceso de aprender a la fuerza, cabe interrogarse por la eficacia de las mismas. De las sanciones suele afirmarse que no surten los efectos deseados. Indudablemente, si asumimos que la misión de las sanciones consiste en frenar una intervención militar, nos encontramos ante una competición desigual. Las sanciones distan mucho de ser parangón a la fuerza militar, especialmente desde el punto de vista de la velocidad con la que surten efecto. La fuerza militar es inmediata, mientras que las sanciones funcionan lentamente. Sin embargo, no hay por qué asumir que frenar el avance militar del Kremlin sea el objetivo único o primordial de nuestras sanciones. Lo curioso es que los documentos legales que imponen las sanciones indican las circunstancias que motivaron su adopción, pero no estipulan los objetivos que persiguen. Tampoco explicitan los criterios cuya satisfacción llevaría a su levantamiento. Recordemos que el objetivo de las sanciones impuestas en respuesta a la desestabilización de Ucrania, la aplicación de los Acuerdos de Minsk, no se estableció hasta meses después de la adopción de las sanciones.

De la motivación de las sanciones se desprenden, de forma más inmediata, objetivos de otra índole. Representan una medida de repulsa del uso de la fuerza prohibido por la Carta de Naciones Unidos, tras haber sido flagrantemente vulnerada. Son asimismo una muestra de solidaridad con la agredida Ucrania, una vez Alianza Atlántica ha descartado una participación militar. Constituyen además una manifestación no sólo de la unidad europea, tradicionalmente caracterizada por su diversidad en actitudes hacia Rusia, sino de la cohesión de Occidente. Desde esta óptica, las sanciones han logrado sus objetivos con su mera adopción.