Los profesores vivimos en el ámbito de lo pequeño. En educación, lo grande son las leyes, las reformas, la ordenación de centros y currículums, las luchas por inocular un ideario u otro. De lo grande hablan los políticos con grandes palabras, cada vez más vacías, que unos y otros pronuncian sin que sepamos bien qué significados y contenidos les presuponen; no creo que ellos mismos lo sepan. Los profesores, en cambio, vivimos y pensamos en lo pequeño de la educación: la cotidianeidad, la práctica del día a día, estos grupos, estos materiales, este enfado, esta satisfacción; las personas reales y concretas a las que tenemos el deber de ayudar a aprender y, con suerte, a convertirse en personas de esas que a uno no le importaría encontrarse en la vida. Con una nueva ley educativa a punto de implantarse casi por completo me pregunto: ¿nos permitirá ser mejores docentes? ¿Trabajar mejor? ¿Atender mejor y de manera más personalizada a nuestro alumnado? ¿Entenderles mejor, escucharles más, exponerlos a más cultura, ofrecerles mejores explicaciones, plantearles cuestiones más significativas? Esta debería ser una de las claves de cualquier reforma educativa: las condiciones con las que poder llevar a cabo lo que las autoridades educativas prometen a las familias y exigen a los docentes. ¿Por qué en las sucesivas leyes educativas nunca se sanciona que habrá medios y recursos suficientes para hacer todo lo que la ley pretende que se haga?

Lo malo de las leyes educativas que se hacen y rehacen en este país (o lo bueno, según se mire) es que apenas cambian un ápice de la práctica real del profesorado. Lo que hacemos bien y mal como docentes lo seguiremos haciendo: nada en lo que he mejorado puedo achacarlo a un cambio en la ley. Este curso, por ejemplo, he podido personalizar más la retroalimentación que doy a mi alumnado de segundo de bachillerato para ayudarles a escribir mejor: la razón es que el temario lleva diez años sin cambiar y cada vez lo conozco mejor (sus claves, sus resortes, lo que funciona y lo que no). Eso y que hasta hace tres años habría tenido (bendita pandemia, con perdón) treinta alumnos más en las mismas seis horas de clase. Lo que he hecho claramente peor este curso ha sido «llegar» (atender, acompañar) al alumnado con dificultades: he sido nueva en este centro y no les conocía, algo que requiere tiempo, familiaridad y mucho ensayo y error. Treinta alumnos es treinta veces un alumno, lo decía Simone de Beauvoir. Este año tengo suerte: solo tengo ciento noventa veces un alumno. No es ironía, no. He llegado a tener trescientos.

Las cosas han cambiado en educación, muchas de ellas para bien. La educación llega ahora donde antes no llegaba. Y aunque el mundo de los adolescentes es más complejo, ahora al menos esa complejidad se contempla. Otras cosas no cambian: el curso que viene, igual que cuando empecé a trabajar hace diecisiete años, dispondré de las mismas siete horas y media a la semana para formarme, prepararme dieciocho clases, revisar y evaluar trabajos y exámenes, y atender, gracias a las TIC que yo misma me sufrago, a mi alumnado y sus familias. Las mismas horas, por cierto, que si tuviera la mitad de alumnos. Así que, ahora que ya tenemos LOMLOE y los discursos y debates sobre lo grande han acabado ya, ¿podemos hablar nuevamente de lo pequeño? ¿De lo que verdaderamente nos hace mejores en nuestra labor? Ratios más bajas, más tiempo para dedicación al alumnado y mejorar el trabajo en equipo, dentro y fuera del centro. Lo pequeño es lo fundamental. Y de lo grande, la ley, diré lo que muchos decimos: que la mejor ley educativa será la que dure veinte años. La que sea, con tal de que dure. Ya nos encargaremos los docentes de sacarle partido en lo pequeño, si es que nos dejan hacerlo mejor.