Plaza de Toros de València. 30 de junio de 2022. Un hombre alto, de edad avanzada y rodillas desgastadas, sale al escenario. Avanza tranquilo, atravesando una cascada de luces y sonido. Miles de teléfonos móviles atrapan el momento. La Plaza estalla en aplausos. El aforo completo se levanta y, de entre el público, surgen las primeras palabras, los apelativos cariñosos: voces sometidas al máximo esfuerzo intentan, voluntaristas, corresponder a la nube de afecto que impregna los tendidos, el ruedo y las nayas, saltando al vacío de las calles adyacentes.

Los valencianos aman a Serrat. El día en que se pusieron a la venta las entradas de este concierto, se agotaron en cuestión de horas. Hubo que improvisar una segunda audición para el día siguiente. Muchos miles de seguidores sufriendo de ansiedad aquellos momentos, mientras el ordenador gestor de las entradas anunciaba la mayor o menor proximidad del objetivo: asegurarse un hueco para ver al Serrat que, con 78 años a las espaldas, anunciaba su retirada, el concierto de su despedida.

No resulta difícil encontrar motivos para explicar la pasión que despierta el noi del Poble Sec en la Comunitat Valenciana. No son razones exclusivas, pero difícil resulta negar que se encuentran profundamente enraizadas entre quienes habitamos esta tierra. Porque Serrat nos ha acompañado tanto tiempo como para parecer que ha estado presente en los hitos de nuestra vida y en la memoria del pasado que guardamos de nuestros padres. No por casualidad, en el cuadro entusiasta que dibujaban los asistentes al concierto, predominaban los cabellos grises, las canas y el avance de las arrugas. Una identificación física con el cantautor que nos lanzó encima la dulzura enamoradiza de aquella adolescencia que se afirmaba cuando los pantalones largos sustituían a los cortos en los chicos; cuando las minifaldas eran símbolo de moda y de transformación en unas chicas que se rebelaban contra estar en casa a las diez.

Serrat nos trajo un nuevo visor con el que descifrar los cambios políticos y sociales de los tiempos que ya anunciaban la llegada de la democracia, afrontando los riesgos de desafiarla. Fueron momentos en los que los cantautores emplearon la canción como instrumento de desgaste de la hegemonía franquista, como vínculo concitador de complicidades, como repostaje de aquellas cerillas y mecheros que iluminaban una música de solidaridades.

Serrat nos ha redescubierto a grandes poetas como nuestro -y al mismo tiempo universal- Miguel Hernández. Lo ha hecho porque es una persona criada con la sencillez y la humildad como grandes compañeras. Las mismas que le abren el camino necesario para entender la conmovedora poesía de Miguel, de aquel pastor oriolano que aprendió a conversar con las emociones de las palabras. Por eso, aunque heredada de otro autor, la Nana de la Cebolla suena en Serrat con un aliento inédito y muy probablemente hermano del que sintió el poeta mientras el lápiz sangraba su amor de padre.

Joan Manuel es sentimiento, lucha y reivindicación de su lengua materna. Una lengua de la que se siente orgulloso y que ha llevado a escenarios de todo el mundo, multiplicando su visibilidad. Una lengua que vive y ama sin que precise transformarla en ariete contra otras lenguas para sentirla propia. En la plaza de toros de València, esa noche del 30 de junio, entre el público se escuchaban las dos lenguas de la Comunitat Valenciana y nadie se sentía excluido. La intensidad de los aplausos trazaba una línea de sentimientos homogéneos. Ya fuese en castellano o en ese valencià del nord también conocido como catalán, el público cosechaba la esencia de Serrat: la que le conduce a ser intransigente con la podredumbre política y social («con esos tipos yo tengo algo personal») y la que le lleva a evitar fricciones que descoyuntan la cohesión y convivencia de los pueblos, sumergiendo en diálogos de sordos a todos ellos y, en especial, a los que más necesitan que las energías colectivas se detengan en las desigualdades y las fracturas medioambientales. Con ese acervo de hombre puente entre lenguas, culturas y tiempos, Serrat seduce a gran número de valencianos. Los mismos que, amando lo propio, encuentran en sus mentes un regulador de pasiones que prioriza, en cada momento, lo más relevante para definir un interés general que acopie voluntades y reduzca tensiones.

El intenso intercambio de afectos que se mostró ese 30 de junio alcanzó su cénit cuando, tras dos horas de concierto y tres bises, todos nos dimos cuenta de que estábamos ante los momentos finales de una noche que, además de soñadora, bajaba el telón y, con este, clausuraba la presencia personal de Serrat en València. Un hombre del pueblo, músico y poeta, voz de los humildes y trueno contra los oportunistas, opresores e hipócritas. Un hombre que lleva consigo, y nosotros con él, la dicha hipnótica del Mediterráneo.