Últimamente observamos decisiones gubernamentales que tienen profundas consecuencias para la educación. Las más importantes se refieren a qué se debe enseñar (lo que llamamos diseño curricular, que casi queda en ‘decida cada Comunidad Autónoma qué desea enseñar’) y a la ley de memoria histórica, ya aprobada, encargada a Bildu.

Los más mayores, educados en la época de Franco, recordaremos como usual que en la asignatura de historia se llegara habitualmente hasta el descubrimiento de América, la conquista del Reino de Granada, expulsión de los judíos y el ensalzamiento del Imperio Español, bajo el reinado de Felipe II; imperio en el que nunca se ponía el sol. En bachillerato se podía reforzar el orgullo de una España «Una, Grande y Libre», con algún retazo bien escogido de historia moderna o contemporánea y con la asignatura de Política, en la que se nos enseñaban los principios fundamentales del Movimiento Nacional.

Junto a ello, lo que se podía transmitir por radio y televisión española y las películas del heroico patriotismo español. Incluso Franco, usando como pseudónimo Jaime Andrade, escribió el argumento del guion de la película Raza, dirigida por Sáenz de Heredia en 1941. Todo ello se completaba con el NO-DO y su locución característica, publicitaria y engolada, que servía para enaltecer la grandeza de España. En definitiva, en la época franquista, se utilizaban diferentes medios educativos (escolares y sociales) para formar el espíritu nacional.

No descubrieron estrategias nuevas para manipular la formación de opiniones e ideas en la sociedad. Como señala Juan Pérez Garzón en un capítulo del libro ‘Relatos de la nación’ coordinado en 2005 por Francisco Colom, en España desde el s. XIX, los escritores públicos articularon el saber histórico al servicio de las clases burguesas portadoras de modernización, de liberalismo y de nacionalismo. Al historiador le correspondía la tarea de cimentar los fundamentos del sentimiento de identidad patriótica. En Europa, las obras de diversos autores —Guioberti, Thierry, Michelet, Romey— o en España, Modesto Lafuente, entre otros, se convirtieron en referencias de autoridad para argumentar las correspondientes identidades nacionales. El historiador formaba parte de una élite de poder cultural articulada en torno al Estado-nación: dotaba de memoria a la sociedad. Es muy interesante la cita que realiza del discurso de José Zaragoza en la Real Academia de la Historia, el 12 de abril de 1852, en Madrid: «...Desde que los reyes no son los únicos árbitros de las naciones, desde que los pueblos han aspirado también a ser absolutos, la historia debe escribirse para todos, porque todos tienen que aprender en ella».

La historia es instrumento vertebrador de la memoria de la identidad nacional de cada país, por lo que está en el centro del debate entre comunidades autónomas (CC AA). El recuerdo de lo no vivido se construye a partir de la historia que nos cuentan en la escuela, en la familia y en los medios de comunicación. Si todas las narraciones e historias refuerzan la misma identidad y esta ayuda a sentirse orgullosos a personas y al colectivo, se asimila como Identidad Nacional.

El tratamiento histórico-geográfico es desigual entre CC AA. Así, gracias a la ambigüedad del diseño curricular, en cada comunidad se podrá seleccionar la historia según sus intereses de formación de la idea nacional. Desde hace años se observa esta desigualdad entre CC AA. A esto, hay que añadir hoy, la mayor potencia de la educación que se realiza a través de los medios de comunicación: televisiones y redes sociales.

El problema actual es que se pretende escribir la historia a partir de intereses partidistas. Autodenominándose ‘progresistas’, algunos políticos se arrogan el derecho a reinterpretar la historia, olvidando que existen grandes historiadores en España e hispanistas en universidades extranjeras que, desde su profesionalidad como investigadores (lo que incluye una ética y deontología que se controla a partir del debate entre especialistas), podrían llegar a aspectos en los que habría acuerdo para una historia común de la transición española, así como otros elementos en los que, por la escasez de evidencias de información, quedarían lagunas por investigar y explicar.

Es triste que en el s. XXI se pretendan establecer por ley las bases históricas sobre las que se pueda manipular el desarrollo educativo de la identidad social. Aunque, claramente autoritarias, dicen que son decisiones progresistas. La esperanza en democracia es que las leyes se puedan derogar en cuanto se dé un cambio de gobierno. Y esperemos que, de darse, los siguientes no caigan en la misma tentación y dejen hacer a cada cual su trabajo: a los científicos, la ciencia, a los tecnólogos, la tecnología y a los humanistas, la filosofía, la historia, etcétera. Es posible hacerlo. Tan sólo requiere que los políticos se ocupen únicamente de lo que les compete, que no es poco: orientar el bienestar, la libertad y la cohesión social, respetando los derechos humanos.