Pedro Casaldáliga, el sacerdote y poeta catalán que decidió vivir con los más pobres en los más bajos fondos de América Latina, se atrevió a decir lo siguiente: «Cada muerte sin sentido o por injusticia debe sacudirnos. Nadie puede callarse delante de un difunto que ha muerto abandonado. Cada muerto es un hermano nuestro». Estas palabras deberían retumbar en el seno de nuestras conciencias. Acostumbramos a remitirnos al Holocausto para preguntarnos cómo fue posible que se diera lo que finalmente se consumó. Nos rasgamos las vestiduras y nos autoconvencemos que jamás se volverá a repetir en una especie de superioridad moral. Sin embargo, la historia, como tantas veces hemos contemplado, se repite, vuelve a golpear con las mismas manifestaciones y nos lleva a caer en la cuenta que en las personas actúa la amnesia y la indiferencia.

Hay tres hechos, diametralmente diferentes, que describen estas dos actitudes que deberíamos extirpar si asumiéramos de forma responsable lo que se ha vivido y experimentado. Podemos romper la cadena casi inevitable de caer siempre en el mismo error. No estamos condenados a nada. Somos dueños y señores de nuestros actos y, por ello, responsables en última instancia. El primer hecho es, entre muchos otros, el descubrimiento, por parte de los soldados ucranianos, de las fosas comunes de la ciudad liberada de Izium a 120 km de Járkov. 600 personas, como tú y como yo, maniatadas, torturadas y asesinadas. No son las únicas. ¿Cuántas fosas se han dado en la historia? ¿Cuántas están por descubrir? La cuestión es que la pedagogía que debería cumplir el siglo XX ha caído en el olvido, somos seres amnésicos, obviamos lo que nos jugamos y podemos perder por el camino si entramos en esta espiral de indiferencia que nos define. Cada muerte nos debería sacudir, dice Casaldáliga, pero hoy parece que todo es posible y nada imposible aceptándose sin rechistar. Todo entra en el juego, sin inmutarnos, producto del olvido y de la indiferencia. Si no me afecta, por qué actuar, para qué.

El segundo hecho es una de las muchas luchas que las mujeres mantienen en la actualidad en muchos lugares del mundo. La revolución de los velos por un pelo. No es un juego de palabras ni un chiste con tintes macabros. Es la realidad de creencias e ideologías que alimentan el odio y la violencia hacia aquellas personas que no las asumen ni comparten. ¿Cómo es posible que, en las ciudades europeas, en nuestras calles, no se haya dicho nada? ¿Cómo es posible que la muerte de Mahsa Amini no haya supuesto ni una sola manifestación masiva o que las instituciones políticas y públicas hayan firmado condenas rotundas acerca de todo esto? ¿Qué más nos tiene que pasar? ¿Qué más tenemos que vivir?

Por otra parte, y salvando las distancias, en España tenemos ante nuestras narices las colas del hambre que se están disparando. Asfixiados por la inflación, cada vez más ciudadanos requieren la ayuda de asociaciones benéficas. Personas que jamás se habían visto en esta situación se ven cada semana en estas colas de la vergüenza. No solo parados, personas que trabajan y que no les da para más. Alimentos, coladas incluso duchas es lo más demandado. Cruz Roja prevé que atenderá a 400.000 personas más a lo largo de 2022 que antes de la pandemia. Cáritas se gastará un 10 % más solo en ayudar a la misma gente que en 2021. Y ante todo este panorama ¿alguien protesta? ¿Y los sindicatos? Estamos viviendo un proceso irreversible de cronificación de la pobreza, no sólo de las clases pobres, sino de las clases medias trabajadoras. Nadie dice nada. Los partidos políticos a la suya, con sus disputas de casinillo. Por desgracia, estamos reproduciendo lo que la pensadora Hannah Arendt calificó en su libro Eichmann en Jerusalén como banalización del mal, es decir, asumir las reglas del sistema al que se pertenece sin reflexionar sobre sus actos y las consecuencias que se derivan de ellos. Vienen meses duros que pondrá a prueba la solidez social y económica, pero también moral y humana. Veremos donde quedamos. De usted, de ti, depende ser amnésico e indiferente.