La rama más difícil de la política es la que aborda el sentimiento y su combinación con la pasión, los sentidos, -la mirada, los olores…- y la memoria. Resulta sorprendente que, mientras tanto, las políticas públicas busquen algoritmos eficientes que alejan la intermediación y la empatía humanas de un patrimonio más emocional que racional, como si la inteligencia artificial pudiera reproducir los más íntimos repliegues de la versatilidad humana.

Alguien, ahora o en el futuro, dirá que ha conseguido ese tipo de algoritmos. Otros, en el momento actual, seguiremos arguyendo dudas razonables porque los algoritmos se alimentan de información que, según su origen y organización, puede fallar en calidad, imparcialidad o conocimiento de un ser tan complejo como el humano: un ser con una conducta forjada por su memoria y geografías, la identificación de lo que le duele y alegra, el influjo de sus interacciones y aspiraciones, el impulso de sus prejuicios, amores y odios.

¿Podría un algoritmo haber pronosticado, con una probabilidad razonable, lo ocurrido en el Colegio Mayor Elías Ahuja? Hay espacio para el escepticismo. Por el nivel económico del centro, cabe inferir que sus colegiales proceden, muy mayoritariamente, de la «sociedad opulenta» o de la «clase ociosa» que visitaron J.K.Galbraith y T. Veblen, respectivamente. Jóvenes que han recibido educación en los considerados mejores colegios, guardianes de la homogeneidad social de sus alumnos; chicos que, salvo excepciones superadas, han desconocido las consecuencias de la incertidumbre económica. Muchachos que, pese a ello, siguen pagando en las universidades públicas unas tasas académicas que apenas cubren el 15 o 20 por ciento del coste de su formación superior, recibiendo un generoso subsidio del conjunto de la sociedad.

La contradicción entre lo esperado de su educación y lo ahora conocido no acaba en el desdichado ejemplo de los berreadores de procacidades machistas, ni en la piadosa y compasiva respuesta de sus vecinas del colegio vecino. Podría pensarse que, en un nicho de formación tan selecta, existirían jóvenes con sólidas ideas propias, alejadas de ese borreguismo que ha precisado de varios días para disculparse por su repulsiva hazaña. No parece que así se demostrara la noche en cuestión: al jefe de la manada se le unió dócilmente la inmensa mayoría del rebaño. Si hubo disenso, se materializó en el silencio: al fin y al cabo, se trataba de una tradición.

En algún momento, pronto en el tiempo, convendrá revisar qué se oculta bajo el paraguas de lo justificado como tradicional y desmitificar su hondura porque toda tradición se ha materializado en un momento concreto del tiempo, constituyendo, en ese instante, una innovación del comportamiento social preexistente. Y, junto a la revisión de la andadura histórica de la tradición, el juicio ético de las consecuencias de su seguimiento. Un examen de conciencia plural que cuestione, por ejemplo, els bous al carrer, causa en los últimos meses de ocho fallecimientos sólo en la Comunitat Valenciana. ¿Tan gratificantes son esas actividades como para justificar semejante precio? ¿Tampoco aquí existe gente con criterio propio que se enfrente al sentir de la masa cuando en ésta cunde la irracionalidad de prestarse a la tómbola de la muerte?

Asimismo, muchos paisajes existentes en la Comunitat Valenciana y fuera de ésta forman parte de la tradición y el afecto intergeneracional. Y, entre ellos, emergen diversas modalidades, incluida la de lugares que, más que un valor paisajístico objetivable, reflejan algún suceso de la historia sentimental de las gentes: el árbol en el que se cruzaron los corazones flechados de los enamorados, los puntos de la geografía local donde se celebraba la Pascua, con aquellos rincones propicios para alumbrar un primer beso o amagarse los niños que jugaban al escondite. Una variada colección de lugares con los que mantenemos un sólido entrelazamiento de afectos.

Sin embargo, también en este caso «lo de toda la vida» no puede aislarse del conjunto de las necesidades y prioridades sociales. Entre éstas, la rápida obtención de energías alternativas para afrontar el cambio climático estimula, asimismo, la conveniencia de reflexionar sobre la validez de ciertos sentimientos y pasiones personales. Necesitamos aprender sobre los criterios que determinan la calidad y valor relativo de los paisajes. Asimilar el necesario enfriamiento de las emociones para atender el deber moral de renunciar a algunas de nuestras preferencias paisajísticas y, de este modo, priorizar la calidad de vida de las personas y la supervivencia de aquella parte del paisaje cuya perdurabilidad obtenga mayor apoyo y justificación. Si no se aceptan pequeños sacrificios, se corre el riesgo de perderlo todo, incluida la esperanza.

Machismo gregario, tradiciones locales, nuevas formas de entender el paisaje. Terreno para el diálogo humano y la siembra de ese cambio dialogado que enciende la chispa del acuerdo. No, definitivamente, no parecen ser mimbres para algoritmos y otros artificios digitales.