Basílica de La Macarena, Sevilla, jueves tres de noviembre, dos  y veinte de la madrugada. Un coche fúnebre traslada fuera del templo los restos recién exhumados del militar golpista Gonzalo Queipo de Llano. También los de su esposa y los de Francisco Bohórquez, su más íntimo colaborador en la represión que masacró Andalucía tras el golpe de estado encabezado por Francisco Franco, una matanza que prosiguió en la posguerra tras el derrocamiento de la Segunda República española y la instauración de una dictadura militar. 

Al tiempo que el vehículo que contenía los restos del genocida abandonaba el recinto religioso, rompió el silencio de la noche un «viva Queipo» y un «viva Franco», dos vítores de glorificación que alguien bramó desde el interior de un coche, probablemente alguno de los familiares del militar. Acto seguido se hicieron oír las airadas protestas de los pocos descendientes de las víctimas que se encontraban en la puerta de la basílica y que hasta entonces habían mantenido un prudente silencio.

Las dos Españas dejaban constancia de su existencia mientras un momento histórico liberaba a Sevilla de la aberración que suponía honrar la memoria de un genocida en un recinto religioso, algo impensable en la Europa democrática donde, desde hace decenios, se consideran ilegales que las criptas y panteones alberguen los restos mortales de personas que deliberadamente exterminaron a seres humanos por motivos raciales, políticos o religiosos. 

Debemos considerar como un triunfo de la democracia que el pasado 5 de octubre, el Senado aprobara —casi medio siglo después de la muerte del dictador — la Ley de Memoria Democrática «que se fundamenta en los principios de verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición, reivindica expresamente la Transición y la defensa de los valores democráticos, y condena por primera vez el golpe militar de julio de 1936 y la dictadura franquista».

Soy consciente de que a algunos lectores les resultará extraño que recurra al vocablo genocida para referirme al protagonista de este artículo. Es algo que entiendo, pues nuestro subconsciente está acostumbrado a que la barbarie de los genocidios las perpetren solo personajes de más allá de nuestras fronteras (Stalin, Hitler, Ceausescu, Pinochet, Sadam Huseín…).

Sin embargo, los muchos, reales, cruentos y contrastados crímenes perpetrados cumpliendo órdenes de Queipo de Llano, convierten a este personaje en un exterminador, por más que quienes justifican sus atrocidades intenten maquillar los hechos con un barniz supuestamente histórico.

El talante atroz y sanguinario de Queipo es incuestionable (se le considera responsable de 45.000 asesinatos sólo en Andalucía, 16.000 de ellos en Sevilla)tanto por los contundentes y elocuentes documentos que se conservan, como por las muchas horas de grabaciones de audio que dejan constancia de sus arengas radiofónicas en las que se le escucha decir, con voz aguardentosa y un lenguaje zafio y cuartelario, barbaridades como: «Hay que animar a nuestros valientes legionarios y regulares a demostrar a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y de paso también a sus mujeres. Esto está totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas practican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres y no milicianos maricones. No se van a librar, por mucho que berreen y pataleen». 

Es lamentable que la derecha y la extrema derecha de nuestra querida España tienda a justificar —a veces también negar— las barbaries perpetradas por el fascismo durante la guerra y posguerra civil. Los defensores del golpe de 1936 recurren tanto al pueril argumento del «y tú más» que supone enfatizar como justificante los crímenes cometidos por el bando republicano (que los hubo y muchos), como también la ambigua premisa de que hay que negarse a juzgar el pasado con los ojos del presente, un razonamiento que suelen aplicar cuando se juzgan las atrocidades relacionadas con el tema colonial de nuestra historia remota.

La derecha se retrata al negar evidencias históricas y hace pocas semanas dejó constancia al negarse a asistir al homenaje a todas las víctimas del golpe militar, la Guerra Civil y la dictadura franquista en un acto presidido por el presidente de Gobierno Pedro Sánchez, bajo el lema Memoria es democracia. Con su actitud, el PP no solo deshonra a las víctimas del franquismo sino también agravia a la media España que no comulga con su ideología anclada en la nostalgia de tiempos pretéritos.

Resulta inimaginable que el Deutsche Volkspartei (partido homólogo del PP en Alemania) se negara a asistir a un homenaje a las víctimas del nazismo, y es vergonzoso que cuando todos los países europeos han conseguido recorrer el camino de la reconciliación (Alemania es un gran ejemplo por el modo en que ha sabido leer el pasado), nosotros hayamos tardado casi medio siglo en aprobar una Ley de Memoria Democrática a la que el PP y VOX votaron en contra y que Feijoo anunció que derogaría cuando fuera presidente del Gobierno, alineándose así con la postura que mantuvo Pablo Casado durante su corta presidencia del partido. Es lamentable la estrategia del PP (en connivencia con VOX y en su día con el extinto Ciudadanos) de repetir machaconamente un discurso revisionista —que los historiadores independientes desacreditan— en su obsesión por no reconocer las atrocidades de la dictadura. Los expertos internacionales en derechos humanos coinciden en señalar que la Ley de Memoria Democrática no reabrirá viejas heridas, ni tampoco debilitará la democracia sino mas bien la reforzará y evitará que se perpetúe la apología de exaltación del franquismo y los homenajes a reconocidos genocidas.

Sin embargo, considero poco probable que si el PP accediera al gobierno tras las elecciones de 2023 (con la ayuda de VOX) se atreva a derogar la Ley de Memoria Democrática, entre otras cosas porque nuestra imagen en Europa se vería seriamente dañada. Además, no olvidemos que desde su fundación, el PP se ha mostrado proclive a poner pegas éticas a varias leyes, pero nunca han derogado ninguna sino más bien las ha aprovechado tanto para abortar como para divorciarse o celebrar bodas gays.