En un bar cercano a mi casa, en su pizarrón de esquina, escrito a tiza, anuncian, además de boquerones en vinagre, diversos tipos de tortilla, raciones de arroz al horno y, entre otras posibilidades, ensaladilla ucrania, plato que combina los mismos ingredientes que la convencional ensaladilla rusa. Esto es, patata, zanahoria, atún, aceitunas, huevo y mayonesa. Hay quien le añade guisantes, pero este no es mi tema. Digo ensaladilla ucrania: le han mutado el adjetivo al sustantivo ensaladilla. No sé si es moda extendida en la ciudad, de la que no me había percatado hasta hoy, o es una ocurrencia original del dueño del local. Ya en el franquismo, sobre todo en la inicial posguerra, se llegó a rebautizar este mismo plato, reasignándolo, como ensaladilla nacional, e incluso como ensaladilla imperial, según militara uno más hacia el recuerdo mítico de una España mítica o se contentara con rechazar simplemente lo que remitiera a soviético. Había que evitar connotaciones, durante la dictadura. O denunciarlas, como ahora, en la democracia.

Es cuestión de adaptación, de cómo el ser humano logra incrustarse en este mundo en función de unas determinadas circunstancias. Ya los fijistas y los transformistas, ya Lamarck (el cuello de la famosa jirafa) y Darwin (el no menos famoso mono de la evolución), hablaron de esto. Toda la existencia nos la pasamos buscando esa armonía con el medio que nos permite tirar hacia delante, sobrevivir a enfermedades, a regímenes políticos y a melancólicos confinamientos.

Viene esto a colación porque ya he visto pasquines anunciando, de cara a la próxima Navidad, la llegada de los distintos circos a València. Se trata de circos adaptados a la nueva sensibilidad y ley. Nada que objetar. De niño vivía, creo que como bastantes personas, una dual emoción con el fenómeno circense. De un lado me atrapaba ese universo ignoto, si se quiere romántico, repleto de misterios, de la carpa, de los (entonces, hoy ya, afortunadamente, prohibidos) animales, los payasos, los malabaristas y los trapecistas, y esperaba con deleite la celebración de esa tarde de sábado en la plaza de toros. De otro lado, se imponía sin cautela la realidad al poco de sentarme en las duras bancas del hemiciclo sin respaldo. Todo me parecía cutre y tristón, desde los salvajes latigazos a los leones o a los caballos, caballos siempre blancos, hasta los propios descosidos de los trajes de los domadores. Me parecía a la distancia (me lo imaginaba) que a los payasos se les corría la pintura de la cara. Regresaba a casa desencantado y muerto de frío, ya que entonces aún existía el frío en esta ciudad.

Nos adaptamos, los lugares se adaptan, el vecino (si es comprensivo) se adapta. Ahora el PP quiere readaptar el Puente de las Flores, lo quiere retitular, dilatando el marbete primigenio, con el nombre de Rita Barberá. ¿Se readapta también el partido conservador con esta operación, calibrando las próximas elecciones y previendo que la referencia a Barberá puede sumarle votos? Sin duda, aunque a nadie se le escapa, no obstante, que fue ese mismo partido quien denostó a la antigua alcaldesa hasta el punto de exigirle el acta de senadora. Hay adaptaciones que no funcionan por mucho que se apele al sentimiento. Esta no huele bien. Y quede claro que yo prefiero que siga llamándose el Puente de las Flores. Simplemente.