La plaza y el palacio

Calentamiento global, recalentamiento local

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

Al parecer, todavía no ha comenzado el fin del mundo. Lo digo porque escuchando programas radiofónicos, ojeando titulares y mirando memes, diríase que las Puertas ya se han abierto, los jinetes negros se ciernen sobre nosotros, las nubes están preñadas de cieno, los timbales desafinan y los clarines, antaño claros, padecen de ronquera, como si fuera Viernes Santo. No. No se ha acabado el mundo. Y va a tardar en hacerlo. Sucede que disponemos de recursos metafóricos limitados. Y más limitados cuando en este momento de crisis aguda, ni aquellos que podrían arrojar luz son dados a leer Historia ni a interpretar lo que sucede imaginando que debe ser algo grave, pero complejo. Y el Apocalipsis es metáfora resultona en tiempos distópicos. Pum. Se acaba el mundo, y ya está.

O sea, que cuando más serenidad se precisa, mostrarse especialmente nervioso –«atacado»- se considera muestra de dignidad; y cuando la reflexión debe ser la virtud más estimable, los más fieros antifascistas dan en disfrazarse de legionarios arremangados para afirmar, sobre todo, que el valor se les supone. La conclusión es que hay una buena caterva de adictos a las redes y a la 6ª, con tiritonas impropias de la época del año y conjurándose para que los malos no pasen. Me recuerdan a aquellos Diputados de la I República, comprometidos nocturnamente, por grave juramento, a morir antes que abandonar sus obligaciones. Y saltando, poco después, sobre los escaños, buscando puertas, apenas unos tricornios asomaron en el hemiciclo. Hicieron bien, que los tricornios parlamentarizados suelen ser especie venenosa.

Lo malo es que a este tumulto de asustadísimos valientes le corresponde otro, mayor, de desinteresados por la nueva composición de las derechas patrias. Y grupos felices con el ascenso de Vox, incluidos una buena parte de los electores populares que no aprecian, desde el punto de vista moral, diferencia entre estos pacto y aquellos que ha hecho Pedro Sánchez. De nada sirve clamar lamentando el peligro para la democracia si una mayoría del soberano popular no estima ese peligro ni cree que la solución sea menos democrática que lo existente.

Sobre esto debería girar el debate democrático, la oposición incipiente a los llegados y el argumentario principal para las Elecciones del 23 de julio. Y creo que algo se está intentando. Pero todavía poco. Las izquierdas políticas y sociales siguen prisioneras de los mismos fantasmas que han facilitado en algo la subida de la ultraderecha: el pesimismo doliente y la atomización de las quejas. Y eso por no hablar sobre la minusvaloración de las instituciones –siempre poco «participativas» o lastradas por algún tipo de franquismo residual para los más elitistas jefes de algunos cotarros-.

Lo grave no es que aquí y allá emerjan manchas pardas que causan rubor al verlas subidas a pedestales o atriles. Ni siquiera que conservadores-liberales les ofrezcan pleitesía y que, para consolar sus conciencias, vayan reelaborando sus biografías dispuestos a aceptar cualquier trágala. Como si representar a menos del 15% de la voluntad popular sirviera para justificar la restricción de derechos y el ataque sistemático a partes vulnerables de la población como objetivo político esencial.

Lo grave, lo auténticamente grave, no es que nos-esté-pasando-a-nosotros sino que estamos asistiendo a un modelo con peculiaridades acusadas pero que, en general, florece en casi toda Europa. Si nos ponemos dramáticos podríamos recordar que en la década de los 30, antes de que Hitler llegara al poder, ya había dictaduras en Polonia, Austria, Hungría, Rumanía, Italia, Grecia, Portugal… Las buenas gentes de las derechas, los cristianos y los poderosos les habían dado su bendición. Y los militares sus balas y su cobardía. Y Gran Bretaña, Francia y EE.UU. su silencio, por cierto. Pero la lección era que sólo con equilibrio económico, evitando la desestabilización cultural, con unidad de las izquierdas y otros demócratas de derechas y con un programa político claro, era posible oponerse a ese flujo tremendo. No se hizo. Hay que luchar contra el calentamiento global y contra el recalentamiento local.

Por eso conviene recordar que «esto» no es fascismo, aunque incluya fascistas. Que esto está creciendo tras condiciones sociales durísimas, pero que quizá no deban acentuarse con discursos vacíos que sirven para insultar a segmentos de la población, incapaces de imaginar porqué son atacados por guerrillas progresistas, especializadas en alguna de las innumerables buenas causas que justifican militancias bondadosas. También sería bueno que no lo olvidaran izquierdas dedicadas, apenas perdido el poder, a despedazar al hasta ayer aliado imprescindible. Osaría pedir, incluso, que las cúpulas partidarias, propusieran nuevas iniciativas políticas una vez que ya sabemos que algunas de las adoptadas o defendidas antes ya no sirven porque han ganado los otros –con fachas o sin fachas-. Porque jugar a la defensiva demasiado tiempo es agotador y estéril: eso de «¡resistencia!, ¡ni un paso atrás!», es bonito, pero más falso que Judas dirigiendo la barricada. Ah, y ya les vale a algunos amigos/as intelectuales, profesionales o sindicalistas, de los más llorosos del momento: que sigan con sus memes pero que se pongan a pensar y a escribir, que salgan de sus despachos para ver si se podría hablar en común sobre opciones visibles y creíbles.

Atentos, pues, al mundo. Atentos a la UE y a intentar construir mayorías progresistas alternativas antes de que este ácido –esto es ácido y no bombas- corroa las instituciones. La claridad de ideas y la acumulación de fuerzas hará mucho más por los derechos en peligro que las afirmaciones identitarias, las pulseritas de colorines y los versos desafinados. Perdóneseme, pero me sienta fatal el miedo de los valientes y la impaciencia de los que deben dar lecciones de prudencia. Lo mismo es porque soy de esa generación de rojos, tan denostada por otros rojos modernitos, que descubrieron que en la Transición no hicimos más que escuchar a Lluis Llach y Víctor Manuel y que en aquella época no había ni fachas ni nada parecido. Estoy dando vueltas a formar una nueva asociación. Nombre ya tengo: «Escuela de Formación el Abuelo Cebolleta, para Consolación de las Almas y Relajación del Pueblo Antitaurino».

El 23-F yo era concejal comunista del Ayuntamiento de Alicante. Con José Mari, Andrés y Cita. Aquello sí daba miedo. Pero no hablamos de miedo –tampoco con los compañeros socialistas, ni con algunos decentes de la UCD, que no lo fueron todos…-. Para matar el miedo lo mejor fue tratar de establecer vínculos con el partido o en otros pueblos y animar, y pensar en donde esconder ficheros, por si había que pasar a la clandestinidad. Y en Madrid los camaradas y mucha gente liberal o conservadora, se enfrentaron a una noche terrible, con esa prudencia que ahora pido, rodeados de ametralladoras y mirando de reojo al Rey. Ahora veo a los que gimen de miedo preparándose para ir a fiestas. No sé, parece que este año no se acaba el mundo. Aunque, claro, a favor de la fiesta siempre estuve y estoy.

Bien es cierto que doy en pensar que aquella tarde, en el hemiciclo, no hubo histeria en los Diputados; hubo los tres héroes canónicos: Carrillo, Suárez y Gutiérrez Mellado; y otros muchos que también hubieran caído si hubieran triunfado estos otros tricornios. Pero Manuel Fraga, a por quien, desde luego, no iban, llegó un momento, quizá arrastrado por el aburrimiento, en que vociferó y, al parecer dijo a Tejero que le disparara. Doy en imaginar la escena hoy: Feijóo, bizarro, se levanta y grita –no demasiado-: «¡Antonio, hombre, que de todo podemos hablar!: ¿qué te parece el Ministerio de Interior?». Y hubo acuerdo. «Si la buena gente quiere siempre hay acuerdo», dijo Borja Sémper, Ministro de Información y Turismo, en la rueda de prensa del día siguiente, bajo la atenta mirada de Milans del Bosch, Vicepresidente Primero para la Igualdad y la Memoria de la Patria.

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