P. D.

Alfons Cervera

Alfons Cervera

Antes viajaba siempre en tren. Jamás en avión, desde el verano de 1998. Ser pájaro es algo que lo veo muy difícil. Así que un día decidí que se acabaron los aviones. Y me pasé a los trenes. Algunos eran como naves espaciales y otros parecían los que salen en Los Hermanos Marx en el Oeste. Me gustaba viajar en tren. A pesar de los móviles con los que algunos desaprensivos convierten el viaje en una cruelísima tortura. Una vez, el vecino de asiento escuchaba música por los auriculares.

El volumen del sonido estaba tan a tope que el pasaje me miraba con cara de la Piedad de Miguel Ángel. Hasta tal punto me tenían lástima que una señora se acercó y me dijo que a su lado el asiento estaba libre. Gratitud infinita. En eso, la buena samaritana sacó un libro y no sé qué cara puse para que la pobre, con cara de mucha pena, dijera: “me lo han regalado”. Eran los poemas de Antonio Gala. Al menos, la lectura es algo íntimo, intransferible como el dolor, y no molesta. Bueno, hay lecturas que molestan porque lo que leemos provoca espanto. Y no me refiero a Los Mitos de Cthulhu o El castillo de Otranto, obras maestras del terror en la literatura. Seguro que ustedes me entienden…

Otro día, también en un tren, fui yo quien abrió el libro de una estrella de la poesía. Joven y famosa. La más famosa. Salía y sigue saliendo en todas partes. En la tele. En las revistas. En las arradios, como diría Paco Martínez Soria. Leí los tres primeros versos del primer poema y fue entonces cuando me di cuenta de que ya hacía mucho tiempo que los cristales de las ventanillas son fijos. De no ser así, me habría deshecho del libro o hubiera saltado yo mismo a las vías, como Ana Karenina en la novela de Tolstoi.

Así que, entre unas cosas y otras, aquí y en el extranjero quedé de los trenes hasta el gorro. Retrasos. Anulaciones. Móviles a toda mecha. Ganas de saltar del tren en marcha por culpa de esos libros que te obligan a convertirte en suicida o en asesino en serie. Y viajo siempre en coche. Ya sé que contamina más que el tren. Pero convertirte en un grumo de sangre y vísceras o en Hannibal Lecter no creo que sea una alternativa para evitar el calentamiento del planeta.

Quería escribir de eso este domingo. Pero poco antes de abrir el word, echo un vistazo a los correos electrónicos y casi me desmayo. Tenía el buzón de los emails más lleno que de veneno los cadáveres en las novelas de Agatha Christie. Y aquí viene lo bueno, lo que ustedes no pueden llegar a sospechar, aunque le echen más imaginación que el jurado del Planeta para justificar el premio todos los años. Un millón de emails con las presentaciones de libros que estaban programadas en la ciudad de València sólo en unos días. Les juro a ustedes que no miento. Y que si miento, pues que me condene el más alto tribunal de la justicia literaria a leerme entero el Planeta o el libro de la estrella más rutilante de la poesía española desde que Góngora y Quevedo se lo pasaban chachi lanzándose a la cara sus magistrales ocurrencias.

Nunca he visto juntos tantos eventos literarios. Ni tantas presentaciones de libros programadas en multitud de librerías y entidades de la más diversa catadura. Se asustaba Max Aub, en uno de sus regresos del exilio, de lo mucho que se escribía y se publicaba en España. Si el pobre, recién llegado a México para que Franco no lo hiciera chichina, hubiera recibido los mensajes que yo acababa de recibir, seguro que se le habrían quitado las ganas de volver, como en el tango de Gardel y Alfredo Le Pera.

Lo he dicho muchas veces y lo repito una vez más: si en este país -y la ciudad de València no es una excepción- se leyera tanto como se escribe, hasta Jean Rhys y Edgar Allan Poe, si aún vivieran, serían piezas claves del Ibex 35 en vez de morirse más pobres que las ratas. Siempre me pregunté cómo se puede escribir una sola línea sin haber leído antes, enterita, la Biblioteca de Alejandría.

Para acabarlo de arreglar, leo una entrevista en este diario con un tal Juan del Val, que dice que es guionista de El Hormiguero y ha publicado cuatro novelas al parecer de mucho éxito. No las he leído, pero en la entrevista hay una joya impagable: “Me considero un escritor con vida, porque he vivido mucho más que he leído”. Acabáramos. No te veas lo que vivieron Cervantes y Joseph Conrad y les salían los libros por las orejas. Tal vez por eso, el manco de Lepanto se inventó a un pirómano loco siglos antes de que Ray Bradbury hiciera lo mismo en Fahrenheit 451, otra obra maestra del desasosiego. Como habrán observado, esta columna no habla de aviones, ni de trenes, ni de coches. Es, entre bromas y veras, una sentida y humilde invitación a la lectura, a la escritura decente y a la vida.

P. D. Y ya que hablo de la vida: Hamás no es el pueblo palestino. Y lo que están haciendo Netanyahu y su séquito vengativo con ese pueblo tiene un nombre: crímenes de guerra. Y Biden y Ursula von der Leyen aplaudiendo esa venganza hasta con las orejas. En fin.

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