Algo personal

Decir amigo

Miguel Morata, Alfons Cervera y Fernando Delgado, en la Librería Primado.

Miguel Morata, Alfons Cervera y Fernando Delgado, en la Librería Primado. / Levante-EMV

Alfons Cervera

Alfons Cervera

 Ya habrá salido en todas partes cuando se publique aquí esta columna. Por eso no descubro nada si empiezo diciendo que hace unos días nos dejó Fernando Delgado. En algún tiempo ponía entre el nombre y el apellido la letra G. Era la inicial de González. La misma con la que empieza mi segundo apellido. Las madres desaparecen del mapa cuando cambian las generaciones. Creo que ahora ya se puede hacer el cambio. Poner a las madres en su sitio, en ese sitio que una cultura patriarcal les robó sin contemplaciones, de un plumazo, como una amputación injusta en un cuerpo familiar que nunca fue de iguales.

A estas alturas de la vida ya casi todo son pérdidas. Qué le vamos a hacer. Cuando los amantes del paraíso que contaba Milton miran atrás ya descubren que atrás no queda nada. Sólo la sombra de lo que fueron, una media sonrisa que se quedaba en eso, en una media sonrisa y no en la sonrisa entera, la rabia que te entra cuando quien manda ha convertido la promesa de una vida placentera en el foso de los cocodrilos. Todos los paraísos son paraísos perdidos. Menos uno. El que nos acoge como refugio, como un respiro libertario curtido en la lealtad a la gente que te quiere y por la que darías -como pasa con la buena poesía- lo que tú no tienes, lo que te falta, pues para dar lo que te sobra y no necesitas ya están las novelas. Decir amigo, como cantaba Serrat en una de sus canciones más hermosas, es decir Fernando en sus libros, en sus radios, en sus televisiones, en su casa de Faura rodeado de gente y un jardín con perros que lo adoran. Decir Fernando es decir Pedro y un tiempo -como cantaban Juan&Junior cuando éramos jóvenes- que nunca se vio sometido a la devastación porque el amor -por mucho que digan los boleros mexicanos- no tiene por qué ser siempre una emboscada. Decir Fernando es recordar las veces en que te lo encontrabas y descubrías que era buena gente, que podías estar seguro de que nunca te iba a fallar porque no todo lo que hay detrás de los encuentros tiene que ver con las traiciones. Por eso ahora que se ha ido me vienen a la cabeza esos encuentros que tantas veces nos juntaron y las cartas de Emily Dickinson: “el miedo a que no haya más hace brotar las lágrimas”.

Ya sé que es un tópico aburridamente repetido, pero los tópicos triunfan porque encierran una miaja de verdad: nos quedan sus libros, las fotografías compartidas, la seguridad de que la muerte puede ser triste pero también una luminosa huella de lo mejor que tuvimos en la vida. Me quedo con todo eso. Y no tanto con el vacío que casi siempre nos dejan las ausencias.

Lo que escribimos -sea ficción o lo que sea- dijo Benjamin que tiene las trazas de una biografía propia. Leí los libros de Fernando Delgado, sus columnas periodísticas, tengo aquí el texto que leyó para la presentación, en la librería Primado de València, de mi novela La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona. Desde hacía mucho me venía diciendo que tenía dos cuentas pendientes conmigo: presentar uno de mis libros y venir a Gestalgar, mi pueblo de la Serranía. La primera cuenta la saldamos esa tarde los dos, con Miguel Morata ejerciendo como siempre de anfitrión librero y sobre todo de amigo. La otra ya no será posible. Esta columna podría ser ese recorrido que también podemos hacer por las calles de un periodismo que no nos avergüence, que hable de lo común y no de ese sálvese quien pueda que es la imagen de marca de un capitalismo que todo lo convierte en una ruina moral radicalmente insoportable. La literatura y el periodismo. El mundo que conocimos. La vida que compartimos. La lealtad que nos salvó del foso de los cocodrilos. Ese mundo, Fernando, nuestro mundo.

Escribo esta columna cerca de Brest, allá arriba, en la Bretaña, en la punta francesa de mar conocida como el Finisterre. Estos días se hablará en la Universidad bretona de mis libros y yo recordaré los de Fernando Delgado y a quien fue -y lo seguirá siendo en nuestra memoria- esa buena gente de la que hablaba Antonio Machado. La muerte que te pilla lejos es como si fuera más muerte, más ausencia intransigente, como si dañara más que las que suceden cerca de donde estamos y al alcance del abrazo. Seguramente la tristeza es la misma, te coja donde te coja el momento de la despedida. Para ese momento no sé si habrá algo mejor que los versos de nuestro admirado Vicente Aleixandre: “Duele el día, la noche, / duele el viento gemido, / duele la ira o espada seca, / aquello que se besa cuando es de noche”. Ya habrá salido en todas partes lo que escribo en esta columna. Demasiadas pérdidas a estas alturas de la vida. Pero si hay algo que está por encima de los adioses es la memoria, y lo que hemos sido será como nos recuerden quienes nos conocieron. Ahí, querido amigo, eres un crack, como se dice ahora. Y esta columna, escrita apresuradamente desde lejos, es sólo para decir simplemente que te quiero. Como si fuera esta columna una canción, Fernando. Como si lo fuera.