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Los días de Rodrigo Cortés

Patio de luces

Los días de Rodrigo Cortés

Contra todo pronóstico, los hechos demuestran que las novelas de humor en España son poquísimas. Y no acaban de salir bien, nos gusta más la gracia o el chascarrillo que es, justamente, aquello de lo que prescinde Rodrigo Cortés en ‘Los años extraordinarios’, una novela de humor fabulosa que es, como objeto individual y como género, una de las cosas más difíciles de engendrar. La novela, me parece, es una hija enfriada, de la epopeya y se escribe como dice el propio narrador «cuando se te han pasado las ganas».

La colección de disparates y delirios es de tal calibre que la información acerca del sujeto que las perpetra no tiene bastante con las solapas y la contra. Sabemos que Cortés es actor, que es su segunda novela, que trabaja, entre otros enemigos, para la tercera de ABC, etcétera, pero no aparecen citados en ningún sitio maestros como Mihura, Gila, Tip o Jardiel Poncela que son la manera de llamarse Ionesco en este país.

¿Humor del absurdo (que no absurdo)? Sí y que dure: aquí somos más satíricos, caricatos con una lección moral a cuestas mientras que el prodigioso andarín biografiado en esta novela cree más en el humor del encuentro y el azar venturoso, surrealista por decirlo de algún modo. Y así por sus páginas desfilan monjas bravas que pelean a puñetazos, una gotera oracular, la llegada del mar a Salamanca (los de Valladolid también se lo piden), los submarinos que navegan por túneles subacuáticos que a veces se atascan y que hay que empujar, los diálogos con fantasmas que se aparecen muy dignos «ahora que nada pueden sacar de no serlo».

Es un humor que se engarza con un hilo de desolación nada solemne, momentos líricos como el que retrata la vejez: «Se suspende así la impaciencia y da lo mismo avanzar que estar parado, pues todo es calma y secreto».

Estos años son tan prodigiosos que Alicante le declara la guerra a España y Holanda al mundo y de nuestra Guerra Civil se afirma que «afectaba a muchos que no eran ni de la familia», dice de Bélgica «que intentaba ser algo que no le salía» y de los catalanes que «todo les sale mal y ahí siguen, unos encima de otros y el niño encima». La identidad bien merece unas cuantas carcajadas (pags. 290-292). Y es que el protagonista confiesa, nadie es perfecto, que «traté de hacerme vegetariano pero en Salamanca no se puede».

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