I maginarse cómo era La Ribera hace 40 años resulta complejo para quienes no vivieron aquella época y, sobre todo, la anterior, una dictadura que lo tiñó todo de gris. La comarca asentada junto los meandros del Xúquer ha cambiado tanto que es difícil reconocerla incluso para quienes mantienen bien engrasada su memoria histórica. Y esa extraordinaria transformación no solo alcanza aquello que resulta visible (el paisaje urbano y rural) sino también los intangibles, ese mundo etéreo que domina las ideas, las mentalidades y la esfera espiritual. La comarca, hoy, es otra cosa para bien y para mal. Ha proporcionado bienestar pero también ha cercenado parajes idílicos. La ambición siempre es desmedida.

Los cambios más identificables tienen que ver con el escenario que se abre ante nuestros ojos. Las ciudades no son iguales. Han evolucionado para hacerse más verdes, más peatonales, exponencialmente mejor dotadas de infraestructuras y con una variada gama de servicios que era inimaginable en 1979. Están mucho más llenas de vida. Allá donde solo regía la economía agraria se ha implantado un modelo económico en el que la industria y el sector terciario se han consolidado hasta disputarle la hegemonía a la entonces dominante citricultura.

Cuando los alcireños entronizaron en la alcaldía a Francisco Blasco, un apellido que no ha perdido actualidad desde entonces, no disponían de una mísera zona verde en todo el casco urbano. El primer parque público se construyó bastantes años después, la variante y el nuevo viaducto que evitaba atravesar la estrechísima calzada del centenario Pont de Ferro acababan de abrirse al tráfico. No había Casa de la Cultura ni un juzgado decente, apenas había intalaciones deportivas y los colectores eran incapaces de desaguar la más leve riada.

Ese escenario de penurias se expandía por toda la comarca. Las dependencias municipales, en la mayoría de los casos, eran tercermundistas, muchos funcionarios requerían formación para adaptarse a las hechuras democráticas y ni la legislación ni la caja de caudales alcanzaban para cimentar una Administración decente. Tantos déficits se compensaron con grandes dosis de ilusión y ese plus de concordia y búsqueda de consensos que tanto añoramos ahora.

El empuje económico tardó en llegar. La naranja no tenía competencia en 1979. Era la dueña y señora de la extensa superficie agrícola. Su cultivo era tan arriesgado como dominante. Pese a que su rentabilidad dependía de los caprichos de la metereología, el negocio, mal que bien, era rentable. Hoy no. La decadencia sufrida desde entonces ha alterado el paisaje con el progresivo abandono de parcelas. Decenas de almacenes citrícolas se han transformado en supermercados o bazares chinos. Y parte del deterioro naranjero ha sido compensado con la irrupción del caqui, que iluminó la senda de la reconversión varietal, hasta afianzarse como alternativa.

El tiempo ha constatado que la apuesta democrática era fiable, aunque la burbuja inmobiliaria, la corrupción y la crisis cronificada la impugnen hasta ponerla en entredicho.

Inundaciones: La comarca que domina El Xúquer

La mutación experimentada en los últimos cuarenta años solo ha encontrado algunas resistencias. La más significativa es la ejercida por la principal seña de indentidad de la comarca: el Xúquer. El río sigue dominándolo todo. Ha sido históricamente el mayor benefactor de la comarca por la fertilidad proporcionada, pero también el más destructor por el efecto devastador que causan sus cíclicos desbordamientos. El peor que se recuerda aconteció pocos años después de que los ribereños votasen a sus primeros alcaldes democráticos, el 20 de octubre de 1982. Fue una inundación irrepetible: a la fuerza aniquiladora del río se unió la avalancha provocada por la rotura de la presa de Tous. Hoy todavía se lamentan los efectos de aquella catástrofe, que precipitó la debilidad del comercio tradicional, después agravada con la llegada de las grandes superficies comerciales. El Xúquer volvió a exhibir su furia apenas cinco años después, el 4 de noviembre de 1987. Otro golpe durísimo, pero no el último. El río y, cada vez con mayor insistencia, los barrancos se encargan desde entonces de demostrar quien manda. Sin embargo, las repetidas inundaciones ponen de relieve que gobernantes y ciudadanos le suelen perder el respeto a sus embestidas. La apatía y el retraso de las obras de defensa contra los desbordamientos añaden indefensión frente al Xúquer.