juventud, divino tesoro, que te vas para no volver?Teníamos 15 años y, después de comer, antes de entrar al colegio, las chicas de Carmelitas y los chicos de Escolapios con el acné a flor de piel, nos encontrábamos en la calle Mayor: miradas, sonrisas, palabras y el deseo de un furtivo beso.

Recorro mentalmente la calle Mayor desde las Escuelas Pías hasta el Paseo por la acera de la izquierda. La primera casa es el edificio almenado del Marqués del Vasto, del que mi admirado Pepe Sánchez era administrador; en el gran zaguán empedrado está la antigua carroza y en el rellano de la escalera monta guardia una enorme armadura de bronce con lanza y rodela. Seguía la casa de «les Belses», las hermanas Climent, procuradoras del Marqués de Montartal. En la librería Rico, la entrañable señora María vigilaba el ir y venir de los clientes.

Después de la casa del pediatra don Juan Rico, la de don Antonio Peiró, apodado «el Gallo», cuyos hijos, Antonio y Joaquín Peiró Camaró, brillaron en el negocio de la exportación de cítricos. En la peluquería de Sapena se hablaba de toros y de fútbol, olía a loción Floid y en la radio se escuchaba cantar a Juanita Reina.

Al llegar a la esquina de la calle Vicaris, siempre me detenía ante el escaparate de la corsetería San Martín, propiedad de doña Eleuteria Escrivá y, viendo aquellas insinuantes bragas y sujetadores, me preguntaba qué relación habría entre el santo Martín y la lencería femenina. La casa del oculista don Vicente Ribes, padre de Isabelín y Vicente, que seguiría la profesión paterna. Una escalera llevaba a la comisaría de policía que dirigía el inspector Solsona. Y por otra se subía al estudio del fotógrafo Ibáñez, donde, vestido de marinerito, me tomó la foto de primera comunión con la deslumbrante luz del magnesio.

En la planta baja, la tienda de vinos y licores de Morató, con sus barricas de roble donde se escondía el espíritu del vino. Junto a ella, como para dormir el sueño etílico, la colchonería de Gimeno, padre de mi admirada Pepita. Pero mal se podía dormir porque al lado estaba la oficina siniestra de Hacienda. En la esquina, la primera óptica que hubo en Gandia, la de don Manuel Pascual, de enorme parecido al sabio americano de la película Calabuig y abuelo de mi amiga Dorita.

La manzana siguiente comenzaba con la antigua casa blasonada de un noble francés llamado Duclos. En el primer piso, la vivienda y el despacho del abogado Andrés Escrivá Roger y en la planta baja, la tienda de máquinas de coser Singer. La gestoría de Vidalet. La relojería de Sendra. Y la tienda de lencería de Romaguera, con su atractivo escaparate. Terminaba la manzana con la casa de don Luis Forrat, un viejecito encantador, profesor de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid y alcalde de Gandia. Nunca olvidaré que me regaló el primer carrete de diapositivas Kodachrome que sólo se revelaba en París.

Venía ahora la casa de Amparito Aragonés, de ilustre familia de magistrados, militares y religiosos. En la planta baja puso tienda de calzados Julia Roig, viuda del doctor don Luis del Cerro y madre de Julia, Luis y Ricardo del Cerro, apodado «Ben Barek», como el famoso futbolista marroquí. Junto a ella, otra zapatería, la de Gasque, casado con Ana Roca, viuda de Emilio Conca y madre de Ana y Sara Conca Roca.

La farmacia de doña Ángeles Malonda, viuda de Azcón, cuya hija Mariles se casó con Jaime Camarelles, gran actor de teatro con el que interpreté varias obras de la Galería Salesiana. La tienda «El Barato» de Maravillas Kern, fue famosa porque el día de rebajas se formaban largas colas desde la noche anterior. Por allí vivía mi amigo Juan Beltrán, aparejador, político y cofrade de La Santa Cruz, que tuvo el primer Biscuter que se vio en la ciudad. También hubo primicia en la Horchatería Gandía donde se instaló el primer televisor en color.

En la otra esquina, la papelería Reig vendía aquel papel azul con el que forrábamos los libros y también todos los útiles que llevábamos en el plumier. El sastre Miñana tomaba las medidas al cliente, cortaba el buen paño y lo pasaba a su gineceo de costureras que no daban puntada sin hilo mientras escuchaban por la radio el consultorio sentimental de la señora Elena Francis.

En la tienda de Emilio Boix vendían y alquilaban discos y artículos fotográficos. Para el día de Todos los Santos ponía a la venta unas florecitas moradas hechas de tela para llevarlas al cementerio, y tuvo tanto éxito que le bautizaron con el nombre de «Floreta».

En el escaparate de la pequeña pastelería de «Chispis» languidecía un tarro de cristal con frutas escarchadas, dos pastillas de turrón de guirlache y alguna casca del año catapún.

Venía luego la célebre Casa Lolita, donde vendían medias de cristal y rebequitas de angora. Y haciendo esquina, la ferretería de Pepito Doménech, que llevaba en el bolsillo superior del guardapolvo gris un pie de rey para medir calibres, secciones y diámetros de los más variados artículos que allí se almacenaban.

En la moderna Gutenberg de la imprenta Muñoz se completaba el ciclo de la vida, porque allí imprimían las estampitas recordatorio de la Primera Comunión, las invitaciones de boda y las esquelas con la cruz y el R.I.P que anunciaban la defunción. Por una escalera, en cuyas paredes se exponían fotos de bodas y comuniones, se subía al estudio de Jaime Laporta. Recuerdo que, años más tarde, al intentar comprar sus viejas placas de cristal, me dijo que acababa de venderlas a unos gitanos para hacer espejos.

El horno de «La Michona» era muy apreciado por sus excelentes especialidades, tanto dulces como saladas. En la imprenta Ferrer, el señor Ferrer se ocupaba de imprimir en la vieja Heidelberg y su mujer atendía la tienda, mientras sus hijos Elvira y Pepito se hacían mayores y acabaron poniendo librería, revistas y periódicos.

La ortopedia París ofrecía bragueros, bastones, muletas y demás complementos para lisiados que esperaban el milagro de la curación.

La última manzana comenzaba con la tienda de tejidos de Alfredo Ferragud que, al morir, pasó a sus empleados. Seguía la sombrerería de José Moreno, dotado de un ojo especial para medir el diámetro de las cabezas sabiendo que el tamaño no tenía nada que ver con la inteligencia.

Terminaba la calle con la tienda de tejidos de Alfonso Lledó, de fácil sonrisa y aspecto elegante, muy amigo de mis padres, que presumía de tener los pies pequeños, perfectos y blancos, como los del niño Jesús. Y más de una vez, en Fomento, ante la curiosidad de los tertulianos, se quitó zapatos y calcetines para mostrarlos.