No es preciso recordar que la Ley de Memoria Histórica (LMH) de Rodríguez Zapatero provocó el rechazo frontal del Partido Popular, que vio en ella una iniciativa que «abría viejas heridas». Pero no solo fue rechazada por la derecha fundada por Fraga. Historiadores como Santos Juliá, o escritores como Jiménez Lozano, cuya obra se ha ocupado, precisamente, de recuperar la memoria de los perdedores de la historia, también se mostraron contrarios a lo que consideraban la utilización política de la memoria. Según ellos, no había que olvidar sino «echar al olvido», como decía Juliá, un pasado que podía resultar desestabilizador. Era peligroso comenzar a lanzarse «los huesos de los muertos unos a otros», como también advirtió Eduardo Saborido, ex dirigente de CC OO, diputado en la Transición por el PC y creador de un archivo con testimonios de militantes antifranquistas. ¿Estaban equivocados? En absoluto, eran hombres honestos que obraban en conciencia. Pero también lo eran y tampoco erraban quienes pensaban, de manera diametralmente opuesta, que «la historia no se va» y que no se podía volver la espalda a las víctimas de la guerra civil y la dictadura que aún yacían en cunetas, descampados y fosas comunes de los cementerios, una indignidad nacional que exigía soluciones políticas.

Esos enfoques opuestos sobre los usos de la memoria de los que el debate entre Pedro Ruiz y Santos Juliá es un ejemplo notable regresan hoy con la anunciada reforma de la LMH, con la diferencia de que, pasados los años, contamos con más elementos de juicio para valorar las políticas que actúan sobre el pasado.

Las reservas sobre la memoria que mostraban quienes vivieron la guerra, sufrieron el franquismo y veían en la Transición un logro colectivo que no debía ser puesto en riesgo han quedado diluidas en una nueva sensibilidad social y en las convicciones que inspiran a otras generaciones de españoles que no vivieron la guerra ni la dictadura, pero han heredado una historia cerrada en falso que les interpela. Lo explica muy bien Reyes Mate en su extraordinario ensayo sobre la memoria (Tierra y huesos, recogido en el libro La herencia del olvido): «Imaginemos una injusticia pasada. Mientras no sea saldada quedará ahí oculta o latente, a la espera de que haya una conciencia moral sensible que la despierte. Esa huella estará ahí, acompañando a la historia, porque la historia se ha construido sobre ella».

Alejémonos por un momento del caso español y pensemos, como ejemplo de lo anterior, en la «Ley Taubira», que, en 2002, en Francia, reconoció la trata y esclavitud como crímenes contra la humanidad y que, como también señala Reyes Mate, obligó a los franceses «a replantearse su orgullo republicano y a hacerse preguntas sobre una parte de su historia que estaba archivada por irrelevante». Ese ejercicio político que demuestra una alta cultura democrática aún no se ha hecho en España, y por eso dice el relator de la ONU Fabián Salvioli que la fortaleza de un Estado se mide por su capacidad de enfrentarse a sus problemas históricos.

Hoy, el proyecto de reforma de la LMH, aparece con nuevas credenciales difícilmente cuestionables porque su sentido «político» se apoya en dictámenes de la ONU, que ha instado de manera repetida y concluyente a España a «cumplir con su obligación» de buscar a los desaparecidos y «asignar los recursos de personal, técnico y financieros suficientes», obligación incumplida por los gobiernos de Mariano Rajoy, que también dejaron sin efecto la LMH de Zapatero tras yugularla económicamente.

Medidas anunciadas en la nueva LMH como la resignificación del Valle de los Caídos, la creación de un censo de personas desaparecidas o la regulación de las exhumaciones resultan hoy políticamente irreprochables porque son exactamente las que exige la ONU. La nueva ley no podrá ser acusada de «guerracivilista», «revanchista» o de puerilidades parecidas sin que quienes así la califiquen desautoricen al mismo tiempo a Naciones Unidas, la conciencia moral de parte de los ciudadanos y se aíslen por enésima vez del mundo civilizado.

Pero la autoexclusión de las derechas españolas de la solución de un problema que clama al cielo no concede carta blanca a quienes han asumido la responsabilidad de afrontarlo. El tratamiento político del pasado seguirá siendo un tema conflictivo sujeto a múltiples miradas, y por eso es necesario que la nueva LMH no caiga en lo que Tzvetan Todorov llamaba «abusos de la memoria». Es importante recordar que, como decía Todorov, «no existe un deber de memoria», sino que «existe un deber de verdad o un deber de justicia, y la memoria es buena cuando sirve a esos fines». Deberían tenerlo en cuenta los legisladores para no defraudar las expectativas puestas por tantos y tantas en esa ley necesaria para hacer justicia y para empezar a olvidar.