Albert Soler

Mi desconfianza a dejar datos bancarios en internet me obliga a pagar la compra en metálico en un banco de nombre tan bucólico como Pastor, más apropiado para cosas de montaña que de playa.

-Muy bien. ¿Cómo se llama la empresa a la que quiere hacer la transferencia de 39 euros? - pregunta el cajero.

-(cuchicheo inintel·ligible)

-Perdone, ¿como dice?

-Nomasculoblanco - respondo ahora en voz alta, mientras tengo la sensación de recibir decenas de miradas.

La culpa fue de Quim Monzó, quien en una columna mencionó la existencia de unos bañadores que dejan pasar los rayos de sol. Usuario de playas nudistas como soy, el ingenio me pareció absurdo en un principio pero al poco de pensar caí en su utilidad: acabo los veranos con el culo blanco porque las últimas semanas me debo conformar con tomar el sol en la piescina, dónde la reacción que provocó no hace demasiado una señorita en top less me hace temer la aparición del encargado de mantenimiento tijeras de podar en mano si alguien osa desprenderse del bañador.

Este año, gracias al kiniki -que este es su estrafalario nombre- las horas de piscina no me impedirán mostrar a quien así me lo pida unas nalgas de precioso color bronce, pienso ilusionado.

Tres semanas después del pago -se fabrican en Inglaterra y deben ser transportados en barco de vela o en landó- recibo mi kiniki. Había escogido un estampado discreto. O eso creía yo. Abro el paquete y descubro que aquello que en la página web pasaba por ser un bañador de colores marrones resulta ser imitación de piel de leopardo. Y peligrosamente ceñido, observo al probármelo.

Lo estreno en cala Montgó, otro lugar dónde practicar nudismo equivaldría a hacerlo en la plaza de San Pedro. Haciendo caso omiso de los envidiosos que me gritan "Tarzan, ¿dónde has dejado a Chita?", escondo barriga, saco pecho y me dirijo al agua. Al salir no las tengo todas conmigo, pero efectivamente, tal y como pregona la promoción, pese a la ligereza del tejido el kiniki no transparenta.

Me estiro al sol. No son pocas las miradas de extrañeza que recibo al untarme de protección solar por debajo del bañador, tanto en la parte posterior como en la delantera, si bien en este último caso son más bien miradas de reprobación e incluso -diría- de asco.

El proceso se ha ido repitiendo en la misma playa y en la piscina. Pero el descrédito de mi imagen ha sido para bien: está acabando el verano y culo, ingles y otras partes vecinas poco tienen a envidiar cromáticamente al resto del cuerpo. Si debo ser sincero, no me ha quedado el culo tan bronceado como la espalda o la barriga -el kiniki deja pasar el 80% de los rayos solares-, pero la diferencia es tan mínima que sólo es perceptible si se observa con mucha atención. Y difícilmente nadie me acercará los ojos a tan poca distancia.

¿Que me han tomado por macarra de playa y/o piscina? Que he sido objeto de mofa y/o befa? Como dijo Winston Churchill, quien habla mal de mí a mi espalda, mi culo contempla. Y bien moreno, añado yo.