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Estos son los mejores villanos "robacorazones"

Muchas de las series con más éxito están protagonizadas por delincuentes que cuentan con miles de seguidores

Estos son los mejores villanos "robacorazones"

Queremos que los miembros de la banda de “La casa de papel” lleven a cabo con éxito sus atracos. Esperamos, en parte, que Sito Miñanco logre escapar de la justicia en “Fariña”, pese a que conocemos el desenlace de la Operación Nécora. Teniendo en cuenta sus maldades, preferimos a Kevin Spacey como presidente de los Estados Unidos antes que a Barack Obama por su papel en “House of Cards” -al menos, durante un tiempo-. Entendemos las pericias del mafioso Tony Soprano por proteger a su familia en “Los Soprano”.

Y apoyamos las malas prácticas de Walter White en “Breaking Bad” para salir adelante. Los héroes nos gustan, pero los villanos nos enganchan. Empatizar con ellos es posible y hasta comprensible -a la par que inquietante-. Es habitual, por lo menos cuando se trata de ficción.

En la primera serie de la productora gallega Bambú, “Guante blanco” (2008), no había ningún villano y desde su dirección ejecutiva admiten que uno de los motivos por los que fracasó fue exactamente ese: la ausencia de un personaje que hiciese de contrapunto al protagonista. Aprendieron la lección. Desde entonces, en todas sus ficciones incluyeron personajes oscuros. “La siguiente serie que hicimos fue ‘Gran reserva’ y estaba llena de malos. Arrasó.

A la gente le atrae ver la maldad. En este caso, le resultó divertido entrar en esa familia y ver cómo entre ellos se hacen putadas”, explica Ramón Campos, fundador de Bambú y creador de “Gran hotel”, “Velvet”, “La embajada”, “Las chicas del cable” o “Fariña”, sin ir más lejos. “Profundizar en una mente perversa es mucho más interesante que en una mente limpia, la del bueno”, confiesa el también guionista procurando entender esa admiración.

Las historias se construyen, principalmente, en base a el bien y el mal. Entre otros filósofos, el neerlandés del siglo XVII Baruch Spinoza los definió como “modos de pensar”. Observó que en muchas ocasiones lo que está bien para alguien, está mal para otro. Y que aquello que hoy parece bueno, mañana es malo, e incluso estamos dispuestos a aceptar ciertos males como buenos porque los consideramos beneficiosos a medio o largo plazo. Aun así, no todos los males son los mismos. Tampoco todos los malos.

La atracción es total si al mal le añadimos poder. Nada tiene que ver robar un coche o asaltar una casa con echar un pulso al gobierno o tomar las riendas del mismo. Por ejemplo, Pablo Escobar, en “Narcos”. Su caso no cautiva por cómo llegó a la cima, sin importar las formas -aunque él vendió la idea de ir contra el sistema-; lo hace, fundamentalmente, porque lo logró. Nada más.

Según una encuesta publicada por la agencia Reuters durante la emisión de “House of Cards” (2013-2018), que coincidió con el mandato presidencial de Barack Obama (2009-2017), los ciudadanos estadounidenses preferían como gobernante al villano y protagonista de la serie Frank Underwood -interpretado por Kevin Spacey, para más inri, hoy acusado de abusos sexuales-.

Esto quiere decir que, efectivamente, nos fascinan los malos, pero no unos cualesquiera. Cuanto más inteligentes, y si pertenecen a la clase social media-baja, mejor.

“Nos interesan, sobre todo, sus habilidades estratégicas o de manipulación, siempre y cuando no se vea descaradamente que son inhumanos o les faltan escrúpulos. Tiene que haber unos valores mínimos. Por ejemplo, en ‘La casa de papel’ los miembros de la banda hacen mucho énfasis en que no haya muertes”, expresa el vigués Daniel Novoa, especializado en psicología emocional. “En la ficción los delincuentes muestran un nivel de competencia técnica, en su sentido más estricto, que causa admiración”, añade Jorge Sobral, experto en Psicología Criminal y catedrático por la Universidad de Santiago de Compostela.

Eso explica la presencia de caretas de Salvador Dalí -portadas por los atracadores de “La casa de papel”- en todos los rincones del planeta, en manifestaciones y hasta en campos de fútbol. En la serie de habla no inglesa más vista de Netflix el Estado español es el enemigo. “No roban a alguien, sino a un ente, muy cuestionado”, manifiesta Durán. “La serie despersonaliza a la víctima; no tiene nombre y apellidos. No habla de inversores ni de accionistas”, dice Novoa. “Sus motivaciones son parecidas a las de los superhéroes; están cubiertas de cierta nobleza. Tiene más perdón el que atraca un banco que el que funda un banco. Esa es la idea”, argumenta Sobral. “En los países latinos la trampa siempre está permitida cuando no le haces daño a los demás, sino a alguien poderoso”, resume Durán.

La parte buena de los malos

Además, y en muchas ocasiones, los guionistas muestran que son malos porque la vida no les ha dejado otra salida. La ficción siempre trata de justificarlos con su pasado o dulcificando su historia. “No se muestran prácticamente sus lados oscuros”, dice Durán. Hay una especie del blanqueamiento del villano y el relato nos induce a apoyarlo. “Nos ofrecen lo que les conviene y nos hacemos un poco amigos de ellos”, revela Novoa. En “Fariña”, el espectador empatiza, sobre todo, con el personaje del narco gallego Sito Miñanco. “La gente comprende sus orígenes y por qué se ha convertido en eso. En la vida real no nos suelen contar la parte buena de los malos, solo la mala”, cuenta el productor de la serie. Walter White -también conocido como “Heisenberg”-, en “Breaking Bad”, vende anfetaminas para costear su tratamiento contra el cáncer y dar de comer a su familia. Al final, la serie resulta ser, claramente, una crítica al sistema sanitario y de pensiones de Estados Unidos.

¿Llevamos un psicópata dentro y por eso nos gusta?

Los villanos tienen licencia para hacer y deshacer cosas que nuestra ética en la vida real no nos permite. Digamos que, en parte, estamos reprimidos y al dar por hecho que lo que sucede en la pantalla es ficción nos liberamos y dejamos llevar, aunque a veces esté inspirada en acontecimientos reales. El efecto del cine, la belleza de sus imágenes, los efectos especiales o el ritmo narrativo, nos envuelve en una especie de realidad virtual que hace que desconectemos de los códigos morales habituales, que nos constriñen. “En el fondo, todos sentimos esa rabia y nos gustaría dar ese golpe sobre la mesa. Pero nunca nos atrevemos porque tendríamos que transgredir muchas normas para hacerlo”, contempla Campos. Eso no significa que seamos psicópatas. De hecho, solo el 1% de la población mundial está catalogada como tal -hay más que asesinos-. Lo que sucede, simplemente, es que al observar ese tipo de comportamientos nos gustaría imitarlos, según Sobral, “en algún grado” y “de vez en cuando”. Es decir, desinhibirnos, aunque sin pasar de la clásica gamberrada, para sentirnos libres.

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