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Nos quedan dos meses de aguantarnos

Los buenos chicos

Que al Valencia las cosas le vayan razonablemente mal tiene un punto de normalidad, es previsible. Este club, en este trance, es heredero de la pesadilla distópica que se condensa en anécdotas como estar a punto de ser adquirido por una empresa de broma cuyo logo del aguilucho se extrajo de un cuaderno para colorear y en cuya web andaba instalada una página de venta de bragas. Con esos precedentes qué vas a esperar?

La comedia es por ecuación igual a tragedia más tiempo, pero, como ya nos reímos lo que había que reírse, las consecuencias se siguen pagando. Podría haber sido peor. La gran virtud del Valencia es su empeño ciego en querer superar su marca, siempre querer más allá de sus posibilidades. Se trata la del club de una personalidad con aversión a la rutina, a veces demasiado emparejada con el deseo del pelotazo y el crecimiento acelerado, casi siempre a guantazos con la conformidad y el orden preestablecido.

Claro, personalidades así no resultan sencillas, crean tensiones permanentes y altos grados de neura. A cambio provoca progresos no esperados. Si compensa o no eso ya es cuestión de los consumidores que son básicamente los que pagan y que, insólito, tienen un carácter idéntico al que muestra históricamente el club.

La indolencia instalada en los últimos meses, la aprobación tan consentida de la mezquindad, venía siendo la señal más peligrosa de todas. Sucumbir ante la costumbre de la contratación masiva de entrenadores sin incidencia mínima como técnicos, no reprobarlo y adaptarse a ello, es el verdadero fracaso.

La destitución de Ayestarán, un buen chico plagado de buenas intenciones, sin haber demostrado nada como para merecer entrenar al VCF (más desde luego que los Neville), ha sido poco sorprendente, casi protocolaria, triste al fin. Darle la temporada fue una equivocación difícil de enmascarar en el riesgo inherente a este negociado. Lo del propietario, Peter Lim, con los entrenadores inconsistentes se llama negligencia. Una negligencia justificada y aderezada de torpe poesía por unos cortesanos, de quienes se ha rodeado, incapaces de hacerle ver al emperador su desnudez.

Qué flaco favor ofrecen, a cambio de una paguita, quienes le rodean deportivamente y no se oponen a sus experimentos que derivan en la falta total de identidad. Qué flaco favor arrogándose la misión complaciente. Cuando le cuenten al propietario que no basta con tener buenas intenciones para ocuparse de las cosas importantes en el Valencia, que aquí hace falta más, mucho más, quizá algo pudiera empezar a cambiar.

Pero entre un consejo de administración inexistente (normal que no haya filtraciones, si por no haber no hay ni reuniones) y altos cargos deportivos rendidos, ¿tiene el emperador a alguien rebelde que le aconseje por su propio bien?

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