A Mateu Alemany (Palma de Mallorca, 1963) le bastó una sola visita, el 27 de marzo de 2017, a Mestalla y a la ciudad deportiva de Paterna, para detectar cuál tenía que ser la fórmula para rescatar a un Valencia CF colapsado deportiva e institucionalmente. El plan era tan sencillo como someterse a la exigencia que marcaba la propia historia del club. La institución tenía resortes más que suficientes, por tradición y masa social, para salir del laberinto. Su filosofía, nada más aterrizar, la explicó a Levante-EMV de manera muy gráfica: «Se puede ganar de muy distintas formas. En Mallorca decimos 'hi ha diferents maneres d'agafar una figa d'una figuera'. Si uno mide dos metros le es más fácil, y los que no somos tan altos cogemos un gallato o una piedra y tiramos el higo abajo. Casi tan importante como el estilo es la mentalidad. Eso debe estar en la cabeza del club, del equipo, de los aficionados. La ambición. Competir y perder, para qué sirve». Nadie en Mestalla podía saber entonces que aquella proclama sería profética, sacudiría tentaciones melancólicas y marcaría el camino hasta los emocionados abrazos, dos años y dos meses después, con Marcelino García Toral y Daniel Parejo Muñoz en la final del Villamarín. Las suspicacias que en Singapur despertó ese gesto entre los tres actores más aclamados en la feliz noche sevillana cerrarían, contra toda lógica y pronóstico, un proyecto que por fin estaba en condiciones de despegar.

Cuando recibió la sugerencia de Javier Tebas de aterrizar en Mestalla, Alemany abandonó la relajada brisa mallorquina, la prosperidad de negocios inmobiliarios y en el sector del pádel, para lanzarse a una aventura incierta. Hijo de un capitán de la Marina Mercante y de una maestra de escuela, la pasión por el deporte le había acompañado toda su vida. Se inició acompañando a su abuelo al Lluis Sitjar para ver a un Mallorca en Tercera. Hasta esa categoría llegó como futbolista en una carrera que viraría al fútbol sala, siendo subcampeón de España con el Buades Electricista. Antes de ser directivo y llevar al Mallorca al éxito, pisó barro y conoció los códigos de un vestuario.

Para reafirmar su lema de que la ambición primaba sobre el estilo, le gustaba recordar que había fichado en el club bermellón a Luis Aragonés y Héctor Cúper, técnicos con idearios distintos, que se hermanaban desde la exigencia, la constancia y (como también demostraron en Mestalla) querer ganar.

Para encontrar el pilar en el que proyectar esa mentalidad, Alemany deshizo el contrato muy avanzado con Quique Setién y escogió a Marcelino, convencido de que el perfil táctico y metódico del técnico asturiano era más idóneo para sentar las bases de un proyecto que estaba por hacer. Con dos decimosegundas posiciones seguidas, fichar por el Valencia era para muchos jugadores casi un acto de fe. La convicción de la «Doble M» sedujo a jugadores cortados por un idéntico patrón: militaban en grandes clubes (PSG, Juventus, Arsenal...) en los que eran personajes secundarios. Les propusieron reivindicarse en un VCF que quería renacer. El equipo se completaría con las dotes de «Big Data» de Pablo Longoria para nutrir de talentos la Academia.

La tranquilidad se asentó con los resultados deportivos, pero también con una presencia institucional que, con Mateu al frente, se garantizaba fuerte. Ni en las declaraciones postpartido, ni en las maratonianas comparecencias periódicas ante la prensa, se vio nunca dudar, dar un paso en falso o manifestar debilidad al ejecutivo balear. Duro negociador, aguantó con firmeza el momento más bajo del «Marcelinato», con aquel terrible invierno lleno de empates.

El proyecto estaba vigente y con esa misma seguridad disuadió a Peter Lim de volantazos imprudentes. Tuvo el equilibrio de hacer partícipe al dueño del proyecto (involucrándole en operaciones como la Guedes), así como la templanza y perspectiva que otros dirigentes que le precedieron y que, sin la losa emocional de ser valencianos, elevaron al club al éxito. Compartía virtudes con Luis Colina o Bernardo Pérez «Pasieguito». Si la comparación puede chirriar es, en parte, porque los dos primeros se vincularon de por vida a la entidad y Alemany, en cambio, ha aglutinado en dos años su obra y ha tenido que encajar la ingratitud del fútbol moderno. Alemany, que hace pocos meses transmitía en privado que su vinculación con Lim y Murthy trascendía a los contratos y que se basaba en un principio inmaterial como la confianza y el valor a la palabra dada, es apartado del club tras haber atendido todos los frentes: tanto contingencias societarias bloqueadas (Bruselas, Porxinos, el estadio), como haber multiplicado el valor de la plantilla, de 200 a más de 500 millones. Un proyecto construido con dos cuartas posiciones, una semifinal de Copa, otra europea y el primer título en once años. La noche de los abrazos amargos en la que el gigantesco Barça cayó como lo hacían aquellos elevados higos del refrán mallorquín que deja Alemany como indeleble legado.