En un partidazo frágil como el papel, de ida y vuelta, jugado con puro aliento británico, el Valencia arrancó un agónico empate que deja todo abierto para la última jornada, para la final de Amsterdam. Con goles de Soler y Wass, sobrevivió al Chelsea, al que llegó a someter, y a las increíbles ocasiones erradas, en un penalti y varias a puerta vacía. Pero nunca, nunca, nunca se rindió, hasta acabar exhausto, hasta con lipotimias y cosido a rampas. Mestalla lo agradeció con una gran ovación. Bien sabe el valencianismo que la Liga de Campeones es un torneo en el que se avanza a zarpazos, que se decide por destellos. En una eficacia voraz, el Valencia se hizo grande en la competición para provocar que, casi veinte años después, los aficionados aún esbocen sonrisas cuando alguien pronuncia «Lazio» o «Leeds». Ese es el bloque que se vio esta noche, en el que todo aficionado se ve representado, más allá de los resultados.

Para esa figura difusa llamada «el espectador imparcial», el partido fue un gozo, con las dos áreas convertidas en peligrosos desfiladeros. Tardó el Valencia en responder al protagonismo de un Chelsea joven, muy físico y con despliegue coral al ataque, siguiendo el aleteo incontrolable de Willian. El brasileño olió la sangre y orientó sus conducciones largas por la banda derecha del Valencia, defendida a pierna cambiada por Jaume Costa. Mientras Mestalla se acababa de llenar, el Chelsea ya había mandado un par de centros laterales que se paseaban sin rematador. El Valencia replicaba casi a espasmos, con alguna carrera impulsiva de Ferran Torres, con Maxi Gómez peleando, cancherómetro disparado, una contra generada por un despeje desesperado de Paulista. Gayà salía rebotado de planchas y choques rivales, pero el alemán Zwayer medía las tarjetas. Pero si los valencianistas querían meterse de verdad en el partido, había que aplicar personalidad, jugar con el pecho levantado, obedecer a la consigna en la previa de Parejo.

En el 18, el capitán abrió el juego a Rodrigo, que mandó un pase preciso en diagonal a Maxi Gómez. Estaba a puerta vacía, era tan clara, pero se le escurrió entre los pies. La pifia, sin embargo, fue como un pinchazo, un resorte, para el equipo y para Mestalla, que despertó. Se comprobó que el Chelsea es un equipo joven para lo bueno y para lo malo, que su valentía podía ser también vulnerabilidad.

Con Parejo al timón, se activó definitivamente el Valencia, con pase picado de Costa a Soler, que buscó el cabezazo, aunque tenía a Maxi solo. En el 29, Parejo se incrustaba para ver de nuevo la entrada de Maxi al segundo palo. El charrúa si remató esta vez, pero Kepa desvió con el brazo lo justo para evitar, o más bien retardar, el gol. El partido tenía ya rotas sus costuras. Cillessen diujó una palomita para despejar el disparo a bocajarro de Tammy Abraham en el 37. Y en el intercambio de golpes, dos minutos después, marcó el Valencia. De nuevo Rodrigo, un jugador cuya contribución colectiva va siempre más allá de sus estadísticas individuales, servía desde la derecha para el remate de Carlos Soler. El canterano marcó su gol de toda la vida, irrumpiendo en segunda línea, muy a lo Frank Lampard, debió pensar el técnico de los blues. Sin que se paladease todavía el rugido de un gol europeo, el Chelsea respondió con un derechazo de Kovacic, poco vigilado, que sorprendió desde la frontal a Cillessen.

Tras el paso por vestuarios, el Chelsea complicó la velada con el 1-2 de Jorginho, un gol trufado de polémica y que necesitó tres minutos de revisión de VAR. Pero Zwayer no vio falta en el cabezazo previo de Zouma, que se apoya en Paulista. Con todo, el Valencia siempre estuvo en el partido, pero perdonando lo que casi nunca se falla. Una vaselina de Rodrigo con Kepa adelantado se fue, suave, por arriba. Y en el 64 el meta vasco intervino para desbaratar un claro penalti sobre Gayà, que jugaba con pinturas de guerra. Celades dio entrada a Gameiro y Kang In Lee para asistir al desenlace más frenético. Wass, con su diestra de seda, hizo el 2-2 con un suave centro chut. Mestalla rugió al saber que se daban siete de añadido. Los dos equipos ya se empleaban con bayoneta, el balón se paseaba por las dos áreas, se rompían esquemas, pizarras y dogmas tácticos. Era el football, el juego de calle, fábrica y escuela. A puerta vacía en el 96 Rodrigo fallaba a puerta vacía. Casi no dolió, con tanto esfuerzo desplegado.