¿Qué hacer?

¿Qué se hace cuando tienes un proyecto fantástico y no hay cliente ni parcela? Tener convicción y buscar, y buscar, y buscar. Eso hicimos cuando en 1987 me fui del Ayuntamiento, agradecido pero harto. Con nuestro anteproyecto debajo del brazo, iniciamos contactos con el Ayuntamiento de Barcelona, que andaba preparando las olimpiadas del 92 y buscando actividades complementarias a las deportivas (olimpiada cultural, le llamaban). Les gustó, e hicimos una visita con ellos, buscando localizaciones para empezar a ajustar ideas, plazos, presupuestos.

En esas estábamos cuando un conseller, fisgón y entrometido, mientras hacía una visita protocolaria a los talleres falleros, descubrió una carpeta en las estanterías del Taller de Manolo Martín. La ve, la ojea, y detiene la visita. ¿Esto qué es? Y así empezó todo. Esto se ha de quedar en Valencia, fue la conclusión, el lunes nos vemos en mi despacho. El conseller era Andrés García Reche, a quien yo no conocía, y resultó ser el mecenas del proyecto. A partir de ahí se establecieron contactos con la alcaldesa, Clementina Ródenas, se eligió el Jardín del Turia como ubicación, se firmó un convenio y empezamos a trabajar para convertir aquel anteproyecto en un realidad construida. Estamos a principios de 1989.

Pero había un largo camino lleno de obstáculos. En cuanto salió a la luz pública, empezaron a llover críticas de todo tipo. Urbanísticas, sobre la inadecuación de la ubicación y su posible incompatibilidad con los jardines, y se habló de ilegalidad; de seguridad, por las posibles caídas, empujones, accidentes, y se habló de peligros; de materiales, por la posible emisión de gases mortales en caso de incendio, y se habló de muerte; de originalidad, porque apareció otro Gúlliver en Noruega aparentemente parecido, y se habló de plagio; culturales, por ser el Gúlliver un personaje ajeno a Valencia, y se habló de oportunismo.

No importaba que nuestro trabajo ya incluyera las respuestas. La controversia era permanente. Entendíamos que la figura cumplía las exigencias del planeamiento y suponía un valor añadido para un jardín que había olvidado al mundo infantil; habíamos colaborado con el instituto del Juguete, en Ibi, para garantizar la seguridad que, como es lógico, también nos preocupaba; teníamos todos los certificados pertinentes de los materiales utilizados garantizando su comportamiento ante el fuego, y el proyecto justificaba por qué elegíamos a Gúlliver, al ser un personaje viajero, reconocido por los niños precisamente a una escala enorme. Respecto al caso de Noruega, no sabíamos que existía. Técnicos de la consellería se desplazaron para conocer la obra, y se trataba de un contenedor (formalizado como Gúlliver) pero no se jugaba sobre él, sino dentro de él. Parecía obvio considerando la climatología del lugar.

Al final, después de dos intentos y muchas trabas por parte de la oposición, la comisión de urbanismo del ayuntamiento de Valencia, aprobó el proyecto y se dio vía libre. Después de casi un año de controversia y diatribas, podíamos seguir.

Luego vino la construcción, trabajo y anécdotas, debates y pruebas. No salió ni un solo tobogán del taller sin haberlo probado previamente nosotros, con las risas pertinentes. Y aquella noche, cuando fuimos a comprobar cosas a la obra (lo hacíamos con frecuencia) el vigilante nos dio el alto pidiéndonos la contraseña. Ni idea, y Manolo contestó de inmediato: «¡nos rendimos!».

Una tecnología limitada

La tecnología era limitada, con los ordenadores incipientes, sin teléfonos móviles ni escáners. Tuvimos que inventar un proceso artesanal. Construimos una maqueta de escayola, exacta, a escala 1/35, con todos los detalles estudiados. La cortamos en 68 rodajas, y reprodujimos esas piezas a escala para luego unirlas en la obra. Todo de carpintería, con la técnica de los talleres falleros, y luego revestida de distintas capas de poliéster.

Se jugaba por fuera, pero también por dentro. Ideamos una sala interior que contenía la maqueta de un trozo de Valencia, para que los niños pudieran jugar con ella y sentirse gigantes. Era el juego de la escala, de reconocernos como somos, simplemente eso. Quien se sienta insignificante, que es pasee por la ciudad encogida y se sentirá gigante. Pero quien se crea superior, que se deslice por el cinturón y sabrá lo pequeño que se puede llegar a ser. Cuestión de puntos de vista, cuestión de relativizar.

«Prohibido no jugar»

Y allí dentro, unos ventanales permitían ver el interior de la pieza, las cuevas de sus extremidades, el misterio de las luces y las sombras. Así completamos nuestra propuesta dentro de un parque general que llamamos «Un riu de xiquets» porque reinaba el juego. El minigolf, y los tableros de ajedrez enormes (otra vez la escala), el monopatín, la petanca, los árboles para trepar, las carreras, la pelota. No hacía falta carteles, o solo hacía falta uno: «prohibido no jugar».

Y así han pasado 25 años, entre juegos, visitas de colegios, aglomeraciones los domingos, miradas curiosas. Gúlliver sigue ahí, aunque nos vayamos, aunque anochezca, aunque diluvie. Permanece, hace tiempo que decidió quedarse. Y cada vez que subimos, niños o mayores, encontramos algo diferente, una nueva sugerencia, otra mirada, otro juego. Porque nuestra imaginación parece desbocarse cuando pasamos la frontera del recinto. Es como si fuera obligatorio que se nos dibujara una sonrisa. Siempre está ahí, pero también está olvidado. Creemos que duerme, pero está despierto y nota el abandono. Parece que todos estos años, nadie ha dedicado tiempo a cuidarle, ni esfuerzo en recomponer sus grietas. El interior está cerrado, las maquetas resentidas y desordenadas. Las antiguas cuevas son almacenes sucios con restos de todo tipo.

Y en el exterior, también hay desperfectos, colores desdibujados, cuerdas que no están y redes melladas. Desconchados, óxido, zonas hundidas, deterioro.

Por eso es importante una fiesta de 25 cumpleaños, porque puede ser el principio de un nuevo Gúlliver, un homenaje que le dé otro impulso para que vuelva a sonreír, sin que nos demos cuenta, vuelva a tranquilizarse, y recupere ese reino de los juegos que es donde todos y todas nos sentimos a gusto, atrapados, contentos de compartir con los niños nuestras fantasías de ayer, hoy rejuvenecidas. 25 años después.