La primera condena de prisión permanente revisable impuesta en la Comunitat Valenciana fue a un hombre que degolló a su hija de dos años en Alzira para causarle el mayor daño psíquico posible a su mujer. Este crimen de violencia vicaria, en el que el instrumento de tortura son los hijos y todo aquello que aprecie la víctima, es el exponente extremo de este tipo de violencia machista pero antes de él hay muchas otras formas de violencia vicaria en las que los niños son utilizados como arma. Este es el testimonio de uno de esos millones de casos.

Siendo apenas un niño, Samuel sentía un rechazo hacia su madre que no llegaba a entender. «Pese a estar bien con ella a veces tenía miedo y la rechazaba, no tenía sentido». Posteriormente, ya adolescente, con catorce años y en un largo proceso que se alargó hasta los 27, fue comprendiendo de dónde le venía ese rechazo hacia la mujer que le había traído al mundo. «Eran ideas que me habían inculcado mi padre y mis abuelos paternos sin que yo fuera consciente, y poco a poco tenía que ir deconstruyéndolas». Hoy, con 45 años, puede ponerle nombre a ese tipo de violencia machista en la que él fue una herramienta del martirio hacia su madre, fue víctima de la violencia vicaria.

«Lo que vemos en los medios de comunicación es la punta del iceberg, los pocos casos más violentos, extremos, pero la base de este iceberg son muchísimas historias de violencia física y psicológica que siempre va en la misma dirección. En el caso de las mujeres minar su resistencia con desprecios y un machaque psicológico, y en el caso de los hijos e hijas ser como el arma ejecutora de ese desgaste emocional», explica a Levante-EMV el cineasta valenciano Samuel Sebastián. «Tardé años en saber que yo era esa arma arrojadiza de mi padre para minar a mi madre», confiesa.

Sus padres se separaron cuando apenas tenía nueve meses. «Yo no era consciente de las cosas, entonces mi familia paterna me hizo creer que mi madre había sido de una determinada manera», argumenta. Calificativos como prostituta, loca o cerda le vienen a la cabeza. «Con esa edad son ideas que no sabes de dónde vienen».

Fue a partir de los catorce años, cuando se marcharon a vivir a Andalucía, cuando su madre, quizás al tomar distancia, empezó a hablarme «del tema». No utiliza la palabra maltrato al recordarlo, aunque ahora no tiene ninguna duda de la violencia física y psicológica que sufrió su progenitora, quien incluso «tenía que pagar a mi padre para que le dejara verme». Mientras que él le pagaba «tarde, mal o nunca la pensión alimenticia». Otro tipo de maltrato, el económico.

Samuel lleva casi veinte años sin hablar con su padre. Recuerda que la última vez que habló con él y le confrontó sus mentiras, su progenitor callaba, desviaba la atención o seguía mintiendo. Reconoce que fue muy difícil el proceso de ruptura con aquel que de niño veía como un héroe y al que ahora solo podía ver como un maltratador que no reconoce su violencia.

Como ocurre en ocasiones, el maltratador es visto por aquellos que no conocen sus interioridades, el sufrimiento que causa de puertas para dentro en su domicilio, como una buena persona, incluso en algunos casos, alguien modélico de cara a la sociedad. Esto es lo que le pasaba a Samuel cuando le hablaban de su padre, un maestro muy popular en su localidad. «La gente que lo ha tenido de profesor lo recuerdan como el mejor maestro que han tenido en la EGB, el más divertido, el más de todo, ..., y para mí es una contradicción que hablen así de él. Y tengo que decirles que también es un maltratador que le pegaba palizas a mi madre».

Apoyo mental a las víctimas

Respecto a la ayuda que requieren las víctimas de violencia vicaria, Samuel considera que «donde se tendría que hacer hincapié es en la parte mental, psicológica, porque al final muchas veces aunque no hayas sufrido violencia física, como es mi caso, lo que tienes es que deshacer muchas ideas que tienes de tu propia vida y eso es muy doloroso».

Samuel confiesa que en su momento, para superar todo este proceso de reconstrucción mental hubiera necesitado ayuda, pero su madre nunca denunció, él era un adolescente que no sabía lo que estaba pasando, y tampoco existía el término violencia vicaria. «Nombrar a las cosas nos permite poder detectarlas, identificarlas y en cierta manera poder acabar con ellas», y este es el primer paso que ya se ha dado para poder erradicar algún día esta lacra.

La asociación Alanna organizó esta semana una exposición de dibujos de niños víctimas de la violencia vicaria en los que muestran las escenas del horror vivido en casa.