El título de estas líneas podría ser escrito al revés: «Por la filosofía. En defensa de la persona». Parece lo más propio en un momento en que los nuevos, aparentemente, paradigmas educativos resultan ser más bien pseudoformativos, rodeados, sí, de un aura de presunta cientificidad, pero muy lejos de la obra de enriquecimiento personal que es propia de la verdadera educación. Las llamadas de un modo tan cursi Humanidades, infravaloradas al lado de la tecnociencia moderna, se contemplan en los planes de estudio como la parte prescindible que menos tiene que aportar al ser humano, al bienestar y salud de nuestra sociedad o a la calidad de nuestras democracias europeas. Distraen de lo esencial, como llegó a afirmar cierto ministro de cultura español.

Son mucho menos importantes que formar (¿o adiestrar ?) a futuros ciudadanos para adquirir las competencias y destrezas que nos pide el sistema de mercado, interesado más en cubrir las plazas vacantes de algunos sectores sociales, y que, por supuesto, serán siempre importantes mientras sean también rentables, que en alumbrar a una ciudadanía crítica con capacidad de pensamiento autónomo. Una mentalidad de tecnocracia ha conquistado la conciencia de quienes ocupan el poder político y diseñan aquello que debe ser enseñado despreciando saberes como el de la filosofía, algo que parece normal si caemos en la cuenta de que las sociedades se dibujan, precisamente desde los estamentos que pueden implementar estas arquitecturas sociales.

Europa ya ha sido campo abonado y de batallla para esto. Hace aproximadamente ochenta años nuestro continente se encontraba en un período vital de entreguerras cuando, en septiembre de 1936, Emmanuel Mounier publicó en la revista Esprit el «Manifiesto por el personalismo», la declaración de principios de una perspectiva filosófica eminentemente crítica que afrontaba la necesidad de entender los cambios civilizatorios y políticos que acabaron empujando a la humanidad al desastre de dos guerras mundiales en un solo siglo. La filosofía volvía de nuevo a ejercer una de sus vocaciones.

Los puntos de partida teóricos de este manifiesto son los mismos que recorren, en buena medida, el sistema nervioso central de la filosofía desde que el ser humano ha tomado conciencia de sí, los mismos que se pueden releer continuamente en cada generación de esta nuestra historia que también lo es de historia del pensamiento y que, con una edad de veinticinco siglos, ha sostenido la capacidad de alcanzar el progreso y la libertad que disfrutamos hoy en día. Un breve recorrido por la simple introducción con la que el autor lo inaugura podría dar algunas claves de comprensión para delimitar estas virtudes.

Frente a las ideologías despersonalizadoras de su tiempo, ya fueran el fascismo, el marxismo o el puro libre mercado, Mounier y su «Manifiesto» fue una luz filosófica para la oscuridad histórica de la realidad que le tocó vivir. Ha sido un referente también para la filosofía como disciplina de saber, como el gran saber de los saberes capaz de pensarlo todo y ser pensado. Hoy resulta triste que quizás se haga necesario publicar un «Manifiesto por la Filosofía». Mounier lo habría hecho. David González Niñerola. València.