Cuando no sé de qué escribir, y este es el caso, consulto las notas que suelo tomar en el teléfono móvil pensando que quizá un día me resulten útiles para la columna. Las miro y descubro que ya he usado casi todas antes. Quedan libres las peores: que un colega llamó pernil de mono a los cacahuetes, lo que me pareció una genialidad absoluta; que al cielo se llega tras haber pasado por el infierno, un consuelo como otro cualquiera, muy propio del infrafútbol; y que a veces no es necesario gustarle a alguien, simplemente vale con no tener nada que le moleste; y esto creo que lo apunté pensando en el infatigable David Cruz, empeñado a diario en inventarse cosas que nos molesten.

No tengo nada más en las notas, y con esto no llego ni a un cuarto de columna: drama. Sí tengo al menos implícita una sensación recurrente. Son demasiados años de Tercera, de lugares comunes, del tobogán de ilusiones que marchitan en fiascos, de calcar una y otra vez la misma secuencia, las mismas historias, las mismas opiniones, de no saber ya decir algo sin repetirse. El domingo tuve en el Fornás la peor de las impresiones. No porque el equipo lo hiciera especialmente mal (poco más se le puede pedir a día de hoy en este arranque de temporada, sinceramente). El problema es que me pareció haber vivido todo eso antes. El día del Acero, insisto: el campo de barrio, el césped artificial, el orden solidario del rival, el empuje generoso del aficionado, el árbitro malo de turno, el rosario de saques de banda, el delantero fuerte y macarra, el otro delantero rapidillo y escurridizo, el tipo que ficharías para tu equipo y el tipo que parece sacado de una Liga laboral, pero al que no ganas. El encanto del fútbol de barro, que pierde su gracia cuando la novedad curiosa ha mutado en asquerosa rutina.

Que sí, que tiene su punto, pero no para nosotros.

En mi caso, creo que podría incluso vivir con todo eso para siempre, lo pienso a veces, hacerme viejecito siguiendo al Castellón y escribiendo crónicas de lo mío sea cual sea el rival o la categoría, pero la verdadera tragedia actual de los albinegros es que no podemos relacionarnos con el fútbol, con la victoria o la derrota, con el éxito o el fracaso, de una manera natural y sana. Es tan angustiosa la situación que cada temporada se antoja a vida o muerte, que estamos condenados al estrés del agua al cuello. No se juega tanto por la gloria, ni se espera un logro que nos haga felices; se juega por escapar de la muerte y se espera un supuesto trámite, un ascenso que es más necesidad que premio, que nos acerque a la supervivencia.

Es por eso que va a costar rehabilitarnos, por lo menos a mí me va a costar, es por eso que el trauma del no-ascenso está siendo tan duradero, es por eso que uno piensa que los verdaderos partidos se juegan seguramente lejos del campo. Aunque a ratos disimulo y lanzo debates al aire: la posición de Lolo y el encaje idóneo de Rubén Suárez, por ejemplo, y el impacto en la convivencia del grupo de sus crecientes discusiones sobre el campo, cada vez más llamativas, de nuestro pequeño Napoleón Bonaparte; el equilibrio de momento imposible entre el orden que adormece al equipo y el caos que invita al intercambio de golpes; el plan sin extremos o con ellos, con más centrocampistas o con menos; todo eso que antes llamábamos fútbol y que ahora casi ni me acuerdo.

El día más feliz no será el del ascenso, me figuro. El día más feliz llegará cuando lo del Castellón sea solo cuestión de fútbol.

Pernil de mono. Eso sí. Se sale.