Nos quedamos sin final de Europa League pero, como decía la Pola, «que nos quiten lo bailao». No creo que el recuerdo de Anfield sea una pesadilla, más bien todo lo contrario, para los que allí lo vivimos. Una de esas experiencias que te quedan para siempre y que cabe agradecer al Villarreal darnos la oportunidad de vivirlas. Como Nápoles, Leverkusen, Praga? Y por descontado que nos hubiera gustado jugar la final, pero esta vez ganó el mejor y como tal hay que aceptarlo. Se llegó lejos, muy lejos, y es meritorio. Pero a día de hoy al Villarreal le queda un peldaño que todavía no es capaz de escalar. La famosa historia, peso y poso, al final sí pesó.

Y con dicho juego de palabras es momento de hacer acopio de experiencias vividas con la idea de dar en el futuro ese paso más. Desde las grandes obras hasta las más nimias circunstancias que ayudarán a seguir creciendo.

Pocos precedentes, por no decir ninguno, encuentro en lo que se vivió con motivo del partido de ida ante el Liverpool en El Madrigal. Más allá de la fiesta que representó en su día la célebre eliminatoria de Champions ante el Inter con el gol del Vasco Arruabarrena, o la explosión de júbilo y liberación que se desata tras un ascenso, me quedo de largo con el espíritu que revoloteó El Madrigal. Y no hablo del jolgorio tras el gol de Adrián y tras el pitido final. Porque ese lo hemos visto muchas veces en uno y mil campos. También en El Madrigal.

La del Villarreal es una afición tranquila y cualquier debate al respeto carece de sentido. Pocas discusiones son más estériles, infantiles, populistas y baratas que las que miden y comparan la categoría de una u otra afición. No conozco ningún aficionado que no considere la suya mejor que la del rival de turno. Las habrá de más fieles, aunque la del Villarreal ha demostrado estar muy arriba en dicho ranking desde hace muchas temporadas. De más animosas o ruidosas, las que empujan a un equipo cuando lo necesita o aprietan las tuercas al rival. Y en eso no, El Madrigal no es uno de esos estadios para bien o para mal. Se evita muchos problemas, si bien no cuenta con la ambientación que en ocasiones la situación requiere.

Pero más allá de todo ello, los minutos previos del encuentro ante el Liverpool fueron especiales. Cuesta encontrar un momento así de identificación con su equipo y sus colores, con ese sentimiento que en suma diferencia el fútbol de tantas otras cosas. Porque aunque desde fuera, y en ocasiones desde dentro, nos han vendido que no existió un Villarreal anterior, no es cierto. Y en momentos como aquellos resurgió como una especie de orgullo de cada uno de los allí presentes.

De tanto escuchar que el Villarreal es el fútbol moderno y que ello le convierte en un apátrida, un traidor, han acabado por acomplejar al propio Madrigal. Como si pagar al día a los jugadores y proveedores, contar con una cantera envidiable y una estructura profesional y ejemplar fuese infinitamente peor que actuar cada domingo en auténticos patatales, en estadios podridos por la aluminosis, pagar cuando se pueda, si es que se paga, y mantener el fútbol base con entrenadores de la era cuaternaria dirigiendo con chándal de la era de Di Stéfano y «puret tortet» en boca. Porque aquello lo vivió el propio Villarreal.

Pero, sabedores de ello, no estaría de más que lo vivido no quedase en saco roto. El Villarreal que jugará Champions es el que en los 50 viajaba en un camión de naranjas a jugar sus partidos. El que en los 70, con mi amigo Toni Alapont bajo palos, llenó la plaza tras subir a Segunda División. El que ganó al Barcelona de Reina, Costas, Rexach y compañía, o el que en los 80 plantó a cara en Copa a la todopoderosa Real Sociedad de Arconada, Zamora, Satrustegui y López Ufarte o le metió cinco al Espanyol en Sarrià. No serán títulos de Champions, ni Copas del Rey, ni campeonatos de Liga, pero es «su» historia. Y su gente se siente orgullosa de ella. Si cabe, ahora, mucho más . Porque la meta se valora mucho más si el camino ha sido largo, si se ha partido desde mucho más lejos que cualquiera de los rivales. Vaya o no vaya al fútbol, es casi imposible que haya alguien en Vila-real que no tenga algún recuerdo asociado al club, que en días ocho los vividos no lo viva como suyo. Es la grandeza de ser pequeños. Y eso, por mucho que os digan y aunque griten más alto, nunca podrán vivirlo, sentirlo ni disfrutarlo.

En El Madrigal sonó muchos años después el «yelow submarine» y todo lo que subyace emergió al primer plano. Como un submarino. Durante años se aguantaron burlas porque fuese al himno del Villarreal. «Esa es la historia que tienen», decían. Mientras, aplaudían la del Celtic o el Liverpool y a sus aficiones tomando como propia una canción de «Gerry and the pacemakers». Curiosamente coetáneos de los Beatles. O babeamos cuando en el Etihad cantan «Hey Jude» como algo sin igual. Pero claro, los paletos estaban en El Madrigal al cantar uno de los Beatles. Ya tarda el Villarreal en hacer sonar el «Submarino Amarillo» cada partido antes de que salga el equipo, sin perjuicio de su himno, del que nada tengo en contra. Y además en castellano, en la versión de los Mustangs, como se hizo siempre, para que la gente la cante. De lo contrario, ellos se lo pierden. Y pierden la oportunidad de dar un paso al frente, de comenzar a ser más grandes.