En fecha reciente, el periodista y académico Juan Luis Cebrián ofreció una charla en la Cámara de Comercio de Castelló. En la descripción que realizó del mundo de hoy (el principal medio de comunicación no tiene redactores, la principal compañía de taxis no cuenta con vehículos propios, la principal cadena de televisión no dispone de platós, la principal librería del mundo no es una tienda de libros...) también hizo un anunció: la Real Academia Española pronto introduciría la definición de un neopalabro: «postverdad». En su doble condición de sillón Uve Mayúscula y presidente de Prisa, aportó su particular visión.

La «postverdad», dijo, no es una mentira. Esto ocurre, por ejemplo, cuando alguien observa las imágenes de las proclamaciones de Barack Obama y Donald Trump y concluye que la del segundo fue más concurrida que la del primero. Este es el caso del nuevo Comandante en Jefe norteamericano cuando contradice la fotografía sin intención de engañar a nadie, sino porque él lo cree así. Por tanto, su afirmación no es falsa o mendaz, si no que su visión íntima de la realidad está basada en actos de fe.

Washington versus Rosendo

Es decir, que la «postverdad» nos conecta con algo bastante más antiguo de lo que pensamos, pero lo que antes podíamos atribuir a un «loquet», la novedad radica en que ahora estas frases no salen de labios de Rosendo el Mentirós, si no de un sucesor de George Washington o, mejor aún, de George W. Bush, otro que también ha pasado a la historia por tener ideas propias sobre lo divino y lo humano y convicciones muy firmes. O como nuestro presidente José María Ansar, el acólito que lo siguió de las Azores hasta el fin del mundo en base a uno de esos «hechos alternativos», como el que volvió a repetir con un aplomo sonrojante en casa de Bertín Osborne.

Todo ello nos recuerda a los casos que se recogen en el libro -de título equívoco- ¿Cómo se llama este libro? En sus páginas, su autor Raymond Smullyan plantea numerosos pasatiempos del tipo: en una isla desierta se encuentran tres individuos, uno dice la verdad, otro miente, y un tercero, unas veces miente y otras no. A tenor de lo que dice cada uno de ellos, el lector deberá adivinar qué rol representa cada uno; cuestión de lógica.

No sabemos qué hubiera ocurrido si este autor de los acertijos hubiera escrito estos juegos en la actualidad, introduciendo entre las soluciones a los que hoy en día sueltan postverdades como puños y, sin embargo, gozan de gran predicamento de los electores, en oposición a los que simplemente mienten y, en consecuencia, se les tacha de mentirosos. Nosotros, como Smullyan, deberemos estar alerta si queremos descubirles el juego a los impostores cuando estos nos cuentan «su verdad».