Dicho esto, es comprensible que cuando Franco quiso organizar en 1947 su primer referéndum, el de la Ley de Sucesión-en virtud de la cual España pasaba a ser un reino sin rey- las atoridades no supieran cómo se organizaba todo aquello. En España no se votaba desde hacía más de una década y, en consecuencia, entre los jerarcas del régimen no hubo nadie que hiciera alarde de conocer en qué consistía el diabólico invento liberal de introducir papeletas por una ranura. En Castelló, para superar los inconvenientes que ocasionó dicha impericia, los gerifaltes de la dictadura requirieron los servicios de Alfonso Gil Maties, «un republicano al servicio de Franco» -según se dijo en prensa local de la época- y, para más Inri, era yerno de don Fernando Gasset, el prócer que presidió el Tribunal de Garantías de la República. La votación se saldó con el 90,3% a favor y sólo un 4,7 en contra, por lo que los más suspicaces a este tipo de consulta la llamaron: el «Síferéndum».

En la Pobla Tornesa, donde las noticias siempre llegaban con días o incluso semanas de retraso, un vecino le preguntó a uno que subía de Castelló: «¿És cert que han proclamat la monarquia?», «¿I qui é el rei?». La respuesta se hizo esperar hasta el año 1969, cuando el Caudillo se decidió por Juan Carlos, saltándose al conde de Barcelona (Juan III), el legítimo heredero de los derechos dinásticos por haber rechazado ser «Rey de España, pero de la España del Movimiento Nacional, católica, anticomunista y antiliberal».

El segundo de los refrendos del franquismo fue el de la Ley Orgánica del Estado y se celebró en el año 1966. El «sí» también obtuvo un magnífico resultado: el 95,6% frente al 2,5 del «no». Normal, hubo personas que no participaron en la pantomima y, sin embargo, fueron inscritas como participantes «para que luego no te fueras a ver en problemas». Otro, por su parte, se presentó con las dos papeletas en la mano y le preguntaron al presidente de la mesa: «¿Quina és la bona?».