Hasta cuarenta y cinco alcaldes de otros tantos pueblos pequeños de esta provincia, tienen decidido acudir hasta la Guardia Civil dada una nueva plaga que añadir a las muchas que los ciudadanos residentes en el interior han de soportar, desde el envejecimiento de las casas y los casos y el peor, el de la ciudadanía, poco menos que abandonada a su suerte, menuda suerte.

La nueva plaga es la presencia de bandas de desalmados que se acercan hasta cualquier pueblo, con el afán de asaltar la farmacia o el bar, la tienda de ultramarinos o la panadería, el modesto restaurante o la Iglesia misma, que puede ofrecer algún atractivo, del caliz de oro al sagrario, con las hostias ya consagradas, qué más dará.

Como contrapartida a todo lo que roban dejarán un par de palizas soberanas a aquellos que se resistan a dejarse desplumar. Saben que el pueblo, cualquiera de ellos, no dispone de eso que llamamos pomposamente los Cuerpos y Fuerzas del Estado, de modo que el «trabajo» rendirá más o menos dividendos, pero a cambio las dificultades a salvar son mínimas. Si en alguno de esos episodios se les va la mano pueden dejar heridos y hasta algún asesinato ha habido que lamentar. Una representación de la autoridad y ante lo peor de lo peor acudirá al sepelio, que hasta ahí podríamos llegar.

Ante las consecuencias los alcaldes de cuarenta y cinco pueblos han decidido acudir a la Guardia Civil en busca de alguna manera de solución. Poco a poco, los jóvenes van desapareciendo en busca de una vida mejor, que resuelven emigrando a alguna de las comarcas de La Plana. En el pueblo, el suyo de toda la vida de Dios, van quedando los viejos, víctimas de cualquier desaprensivo desalmado al que no le dolerán prendas y si hay que utilizar la violencia , más se perdió en Cuba. Recogido el botín, carretera y manta, en busca de otro escenario al que sembrar el pánico entre una ciudadanía que también paga impuestos. Unas líneas en cualquiera de los periódicos y salga el sol por Antequera, dado que las fuerzas del orden ni están ni se les espera.

Año tras año, un buen número de pueblos echan el cerrojo y tiran la llave, vencidas las dos o tres familias que quedaban por la imposibilidad de mantener el último hilo de vida que cortarán con todo el dolor del mundo, conscientes que ahora sí, de que lo único que les puede liberar de la soledad casi absoluta y perfectamente conocida es la otra y última soledad absoluta con la que todos nos encontraremos algún día.

Hasta hace poco los pueblecitos de calles estrechas y casas de una sola planta, con el dueño en la puerta sentado sobre la silla de enea y ese ser vivo como única y fiel compañía del perro de mil razas - ahora llamado mascota - original que sirve de modelo al pueblo aquel donde parece que nació el Niño Dios y que se reproduce allá para cuando las fiestas de la Navidad aparecen en el calendario, hasta hace poco, decía, transcurría entre bostezos de aburrimiento, celebrando de tarde en tarde las escasa visitas de los hijos y los nietos y así un año tras otro y otro más porque para ellos ha pasado el tiempo de emprender una vida distinta y en otro lugar, porque la vida no perdona a los viejos. Como el hombre es un sujeto de costumbres ha acabado creyendo firmemente que aquel era su destino y al fin y al cabo, con en un clic sobre el receptor de televisión, el mundo y sus cosas, ciertas o no, pueden hacer las horas más cortas. Pero ¡ay! de pronto un día y otro más, tres o cuatro individuos, más o menos patibularios, han aparecido por allí para sembrar el pánico, robar cuanto encuentren, sin respetar ni poco ni mucho eso que nosotros llamamos la propiedad privada y de paso romperle la cabeza a quien intente disuadirles.

Cuarenta y cinco alcaldes de esos pueblos han decidido pedir auxilio a la Guardia Civil, porque los atracos han dejado de ser la excepción dada la frecuencia de las visitas de esas gentes sin escrúpulos. Saben que los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado difícilmente aparecen por allí con lo que su única esperanza está en la Divina Providencia. Entretanto las autoridades políticas están a lo que importa y lo que importa son las grandes decisiones, sin pensar siquiera en las necesidades de esas gentes que también son ciudadanos que pagan sus impuestos. Escasos, sí, pero que conceden los mismos derechos de los que goza la ciudadanía de las grandes urbes. Los pueblos pequeños, víctimas desde hace un tiempo de un latrocinio convertido ya en plaga, tienen derecho a ser atendidos.

La Diputación Provincial con su Presupuesto y su capacidad de influencia ante los poderes públicos superiores tiene el deber de hacer llegar el problema ante quienes tienen el deber de encontrar solución suficiente, por no hablar del poder autonómico, con el molt honorable President, Ximo Puig, que sabe bien de qué se está hablando, dado su conocimiento de este estado de cosas, dada su experiencia colmo alcalde de Morella durante largos períodos de tiempo, con lo que cabría esperar una acción destinada a ofrecer la seguridad que es menester. Eso, o esperar a que se vayan pudriendo pueblos y pobladores, que el tiempo todo lo cura.