Imagina que estás en tu casa, en el bar o paseando a tu aire. De repente te sientes extraño, ya que el cuerpo no se adapta a ti. Te notas muy pesado y sin fuerzas. Se te nubla la vista, y estás torpe de movimientos. Para postre, no puedes hablar, no puedes gritar ni chillar. Es demasiado tarde para eso. Aunque depende de la suerte que tengas, porque el bicho raro, de nombre ictus, está matando en segundos todo lo que te ocurre.

En mi caso, estoy vivo de milagro. En el Hospital de la Ribera los médicos me salvaron la vida. Y claro, también mi familia y los amigos, porque si he aprendido algo con el ictus es que no estamos solos frente a la adversidad. Ahora que me siento a escribir cuatro líneas en el ordenador, estoy dándome cuenta de que, a tres años vista de que me sucediera aquello, sigo cometiendo los errores más habituales, a saber, me como las palabras, apenas recuerdo la ortografía del valenciano, continúo arrastrando el pie a todas horas, no veo la parte derecha y no pillo los chistes picantes, ni siquiera los malos. Pero antes de esto, no hablaba, no escribía, iba en silla de ruedas y no me enteraba de nada cuando veía una película o los amigos discutían de política.

Sin embargo, posteriormente, intuía que mi vida cambiaría para bien. Por algo se empieza, decía en mi interior. Además, me siento más feliz, porque considero que soy un afortunado, un superviviente. Noto los progresos, porque creo en el presente día tras día, y estoy convencido de que puedo desempeñar algunas funciones nuevas para mí. Hablo de convivir entre las personas o trabajar dignamente, con la cabeza alta, sin temor a nada.

Mirad a Ícaro. La leyenda griega dice que se derritió la cera de sus alas con el calor del sol y ello provocó su caída. Pues nada de eso. Sí que voló hacia el infinito para alcanzar su destino. No sé si llegó hasta arriba del todo, pero luchó a base de bien. Y es que los mitos están para cambiar nuestra perspectiva de las cosas y abrir nuevos caminos ante nosotros. Yo prefiero éste.