Las armas de Paco Reverte Pérez son un estropajo, una botella de disolvente, una espátula, cuchillas y unos guantes con los que protege sus manos. Su objetivo son las pintadas, que ahora también se pueden llamar grafitis, que, salvo cuando son considerados arte y se ubican en lugares adecuados, ensucian los muros de la ciudad de Gandia. A veces sus autores llegan a tal grado de incivismo que no reparan en rayar sobre monumentos históricos de gran valor.

Paco, que nació hace 48 años en la ciudad murciana de Lorca, llegó hace dos a Gandia después de pasar por Valencia. En la capital de la Safor se apuntó a la oficina de empleo y desde hace unos meses trabaja para el departamento de Promoción Económica del ayuntamiento, en régimen de media jornada. Su salario bruto son 620 euros al mes.

A las 9 en punto de cada mañana su función es recoger la bicicleta, que es propiedad municipal, con la cesta donde guarda sus instrumentos de trabajo. A partir de ahí recibe instrucciones para retirar tanto pintadas como papeles pegados en edificios o mobiliario urbano.

Su presencia, su indumentaria y su trabajo generan comentarios por lo insólito. El pasado lunes limpiaba un garabato en la fachada de la iglesia de las Escuelas Pías cuando una mujer le espetó: «Eso lo deberían limpiar con la lengua», refiriéndose a los autores que, armados con sprays, no respetan ni ese ni otros edificios históricos.

Paco ha tenido que deshacerse de pintadas hasta en la mismísima Seu de Gandia, el edificio gótico más notable de la ciudad. «Hay gente a la que le parece ridículo que el ayuntamiento se gaste dinero en esto», reconoce mientras recuerda que otra mujer le dijo que lo que hacen aquí es de vergüenza y que en Roma, la ciudad con más monumentos históricos por metro cuadrado, eso no ocurría.

En su quehacer diario Paco también tiene sus momentos fáciles y los que no lo son. «Hay veces que la pintura se va enseguida», comenta, pero también hay paredes en las que no puede cumplir con su misión porque el tinte ha penetrado tanto en la superficie que retirarla implica causarle daños. Su infierno son las piedras porosas. «Es lo más complicado», reconoce. En el otro extremo figura la tinta de rotulador. «Es la que se va más rápidamente».

Entre sus funciones también está retirar los papelitos con mil mensajes que, infringiendo las ordenanzas municipales, se pegan en el mobiliario urbano de toda la ciudad. Paco cumple con su cometido, pero reconoce que llega a sentir pesar cuando algunos le han recriminado que en su labor incluya los mensajes de personas que buscan empleo porque él mismo sabe lo que es quedarse sin trabajo.

Su zona de actuación es, fundamentalmente, el centro histórico el área comercial de la avenida de la República Argentina, espacios en los que se encuentran tanto los edificios protegidos como el mayor número de tiendas.

A eso de la una del mediodía, después de darle al rasca-rasca contra pintadas y papeles pegados, Paco deja la bici en la Oficina de Información al Consumidor y regresa a la playa de Tavernes, donde vive. Su contrato es de tres meses, y si bien lo correcto sería que nadie ensuciara donde no debe, él no duda: «ojalá me renueven… aunque sea para otro trabajo».