Ocho años después de la muerte de su hijo Antonio, de 16 años y con un grado de minusvalía del 78 % sobrevenida de una parálisis cerebral perinatal, Josefa todavía le ve retorciéndose de dolor, doblado con la cabeza sobre las rodillas, en una camilla del área de Observación del hospital de Requena. Dieciséis horas duró el calvario del adolescente en el hospital hasta que falleció de una perforación gástrica causada por una peritonitis que pasó desapercibida para el equipo de urgencias a pesar del dolor extremo y las persistentes quejas.

La madre recuerda cada instante de lo que ocurrió desde que su hijo empezó a quejarse, en la noche del 9 de febrero de 2005, hasta la que fue casi su última mirada antes de entrar en el quirófano en un desesperado e inútil SOS quirúrgico. "Se le quedaron los ojos como mirándome con lástima, 'esto es el final', ví que me decía. Y así fue", expresa Josefa arropada por la portavoz de la Asociación Defensor del Paciente, Carmen Flores, y el letrado de la organización, Javier Bruna, que ha llevado su caso y lo ha ganado primero ante la Conselleria de Sanidad (con dos indemnizaciones seguidas de 24.000 y 7.000 euros sin discutirlos hechos) y posteriormente ante los tribunales.

La madre recuerda que cuando después de casi dos días de dolor y más doce horas en el hospital por fin le hicieron la ecografía, las imágenes mostraban que el niño había reventado por dentro y ya había poco que hacer. Hasta ese momento, nadie le hizo el menor caso a pesar de su insistencia.

La agonía de Antonio arrancó en el centro de salud de Ayora cuando acudió con los primeros síntomas y la médico suplente "ni siquiera se levantó de la silla para mirarlo", recuerda Josefa que indica que la facultativa zanjó la visita con un diagnóstico de "simple gastroenteritis" y el cómodo pronóstico de: "se le pasará en unas horas".

"Estos niños se quejan más"

Tras una segunda visita al ambulatorio, la tercera ya fue al hospital. "Aquello no era un servicio de urgencias, la tele estaba a tope de volumen y algunos empleados estaban repantigados en los sofás (eran pasadas las doce de la noche)". El médico que lo atendió volvió a repetir el diagnóstico de la historia clínica, sin haber realizado prueba alguna y con la coletilla de que "estos niños -refiriéndose a los discapacitados- se suelen quejar más", afirma Josefa.

La madre y el hijo se quedaron solos en Observación. "Él a su manera pedía auxilio, se cogía a la bata de la enfermera como diciéndole: ayúdame", recuerda la madre que asegura que el dolor era de tal intensidad que su hijo "se tiraba de la camilla y de los pelos" y le tuvieron que poner una gasa en la boca para que no se mordiera la lengua.

"El médico nunca llegó. Lo pedí un montón de veces pero allí no entró nadie", agrega la madre que recuerda que después el niño se quedó ya boca abajo, como si estuviera descansando, "pero no descansaba, sino que se estaba muriendo", advirtió entonces. Fue ella la que avisó de que su mano estaba más fría de lo habitual, un comentario que alertó al equipo de guardia. Se pidió una ecografía y la imagen ya mostró un irreversible destrozo intestinal. Les costó sacarle sangre porque el niño ya tenía signos de rigor pre mortis y se ordenó la operación, que llegó demasiado tarde y finalizó con el previsible diagnóstico de "parada cardíaca". "La operación de mi hijo fue un trámite porque ya estaba muerto", añade Josefa. Como así fue.

Antonio murió a las 4 de la tarde del 12 de febrero. Tras su muerte, Josefa todavía tuvo que escuchar que un intensivista le decía: "Si le sirve de consuelo, su hijo no ha sufrido nada". "No pude reaccionar porque no estaba en condiciones pero le hubiera dicho de todo, ¿cómo que no había sufrido si había reventado sin que ellos hicieran nada?".

Josefa recibirá 126.000 euros de indemnización.