Naciones Unidas reconoció en 2010 el derecho del hombre al agua y saneamiento. No está sirviendo de mucho. Hoy 2500 millones de personas (la población del mundo en 1950) no tienen saneamiento adecuado y por carecer de agua de calidad 2.5 millones de niños mueren al año. Cifras inadmisibles que convierten el ébola en broma. Pero claro, como no hay contagio, el mayor drama de la humanidad apenas preocupa. Por fortuna nuestros problemas hídricos, aunque importantes, tienen otro cariz.

La resolución de Naciones Unidas ha tenido continuidad en Europa. En respuesta a una iniciativa ciudadana suscrita por dos millones de personas, la Unión Europea ha emitido un comunicado similar que ha propiciado en España el Pacto Social por el Agua, concretado en la «Iniciativa por el agua 2015», declaración que ha ido mucho más lejos. Estructurada en doce puntos, los más llenos de sentido común, desliza tres discutibles, el quinto (apuesta por lo público como único modo de gestión), el séptimo (propone delegar en los ayuntamientos el control del servicio) y el décimo (desautoriza asociaciones profesionales en las que en armonía conviven empresas públicas y privadas). Opiniones respetables a las que resta crédito su carácter excluyente. Tampoco las avala la historia. Los alcaldes, sin formación al respecto, piensan en el corto plazo (necesitan votos cada cuatro años) mientras los problemas del agua exigen amplitud de miras.

Las posturas maniqueas son inconvenientes pues propician debates demagógicos e inútiles. Los promueven políticos que ven en el agua un granero de votos. Y lo quieren exprimir confundiendo, si es menester, al ciudadano. En periodos electorales el agua seduce. Aparcado por la situación económica el debate trasvase-desalación, uno nuevo, gestión pública- privada, se atisba. Al respecto conviene tener las ideas claras. Del mismo modo que los edificios públicos no dejan de serlo por externalizar su limpieza, el agua y sus infraestructuras, con independencia del tipo de gestión, son y serán públicos. Nada que ver con la educación o la sanidad donde el debate público o privado sí importa. Son servicios básicos y caros (no es el caso del agua que, en media, le supone al ciudadano el 0.4% de sus ingresos) a los que muchos ciudadanos, el tratamiento de la hepatitis es un ejemplo, no podrían acceder. Por condicionar el futuro de las personas, no hay duda: deben ser públicos y subsidiarse.

El que la industria del agua sea pública o privada, es otra guerra. Su misión es prestar un servicio sostenible y de calidad al menor coste posible, objetivo tecnócrata (operar bombas y válvulas) que, por la creciente complejidad de estos sistemas, exige formación. Minimizar costes (la energía puede suponer el 30% de los gastos corrientes) y optimizar inversiones (renovar infraestructuras centenarias con buen tino) sólo depende de las capacidades de quienes gestionan y deciden, con independencia de que sean funcionarios públicos o profesionales privados. Las malas prácticas, lo vemos a diario, están en los dos sectores. De ahí la necesidad de un control cualificado e independiente que regule este servicio y aleje su componente técnica de la arena política.

Tampoco conviene olvidar que han sido los ayuntamientos quienes han desviado hacia otros menesteres los cánones adelantados al externalizar la gestión. Ayuntamientos y empresas privadas, todos son culpables de los desatinos habidos. Pero con responsabilidades distintas: unos deciden la baraja con qué se juega y otros reparten cartas. Urge, pues, establecer reglas claras y transparentes cuyo cumplimiento debe exigir, en ello insisto, un regulador pagado por los usuarios para garantizar su independencia, de empresas y administración. De este modo las tarifas, que dependerán mayormente del nivel de recuperación de los costes, también serán sensibles a la eficiencia y a las circunstancias del municipio (la desalación, por ejemplo, encarece el agua), desacoplándose de la naturaleza pública o privada del gestor. Ahí está el ejemplo de Dinamarca y Suiza, países de gestión pública y con agua abundante. Sus precios, quintuplican los de España, son los más altos del mundo. Pero se entiende. Alta calidad (el agua embotellada es anécdota), depuración terciaria y recuperación total de costes, incluidos los ambientales, lo justifican.

La obligación ineludible de socializar el agua de grifo no depende del tipo de gestión y sí de la voluntad política de hacerlo. Dada la obligación de recuperar costes (la Directiva Marco del Agua, DMA, lo exige pues va en ello la sostenibilidad del servicio) el debate es cómo repartirlos entre los usuarios. Un asunto hasta ahora menor porque los más de los costes se han asumido con fondos de cohesión de Bruselas que, dicho sea de paso, benefician a quienes más agua consumen. Pero como el maná de esos fondos se acaba hay que hacer borrón y cuenta nueva. Y con los costes sobre la mesa establecer tarifas con el carácter social deseado. Una discusión, esta sí, que por su carácter político debe abordarse en el marco municipal (como el régimen fiscal del país en el marco del Estado). Y con la máxima participación ciudadana para decidir cuánto deben pagar, si es que deben pagar, los más desfavorecidos y valorar el impacto de ese gasto social en el resto de abonados. Un marco espacial económico que probablemente convendría ampliar (¿a las diputaciones?) para no ahogar a municipios rurales sin economía de escala.

El servicio público se justifica cuando es socialmente necesario (sanidad o educación) o cuando la rentabilidad no es inmediata (investigación). Pero el agua en Europa debe recuperar sus costes (DMA) y su servicio debe ser público si es tan eficiente como el privado. Que, ciertamente, lo puede ser. Y desde ese pragmatismo, el que conviene al ciudadano, propiciar una sana rivalidad entre lo público y lo privado. Pero no actuar como un hincha que, incapaz de admitir el mejor juego del rival, genere otro problema (un servicio peor y más caro) de los que el mundo del agua anda sobrado. Comenzando por sus instituciones que, concebidas para promover obras (lo que convenía) y no para gestionar (lo que se necesita) deben remozarse. Darwin decía que la miseria del pobre no es debida a la evolución de las leyes de la naturaleza si no a instituciones lastradas por inercias seculares. Educación ambiental, sensibilidad social, ideas claras, pragmatismo y valentía para adecuar la política del agua al marco actual es lo que necesita este complejo mundo. En un país sobrado de hinchas y falto de ciudadanos, mal nos irá si las elecciones que se avecinan se calientan con discursos demagógicos.