Es un reduccionismo útil para etiquetar, pero estéril para resolver problemas, que es a lo que se debería dedicar la política. He intentado dar ejemplo evitando excluir del diálogo a izquierdas y derechas «por el hecho de serlo». He luchado y arriesgado mi modesto capital político para que en mi país no existan cordones sanitarios. Lo hice porque no logro ser sectaria ni aunque me lo proponga. No me adhiero a un solo bando ni enarbolo «porque sí» una bandera.

No creo que los empresarios encarnen la codicia, ni que exploten a «la clase trabajadora», al contrario, generan riqueza y empleo. La mayoría no son acaudalados «señores del puro», sino esforzados autónomos que se dejan la vida trabajando para sacar adelante su negocio. Algunos dan trabajo a muchas familias más de veinte años. Pero a la hora de clausurar su pequeña empresa tienen que pedir un préstamo bancario (avalado con su casa particular) para poder afrontar las indemnizaciones por despidos de sus trabajadores. Otros no podían pagarlas y han quebrado. Por eso soy partidaria de un mercado laboral en el que primen los buenos salarios y la excelencia en la formación pero no la inflexibilidad. Para algunos eso me alinea con los liberales. En cambio mi preocupación por un reparto equitativo de la riqueza y por regular los excesos del mercado y el capitalismo salvaje me posicionan claramente a la izquierda.

En realidad son dos cosmovisiones del mundo. Algunos deciden agarrarse a la social democracia o al conservadurismo liberal asumiendo el 100% de sus postulados. Otros decidimos coger «lo mejor de cada casa», lo cual nos convierte en extranjeros de todas las patrias. Ya se sabe, es más fácil «el conmigo o contra mí», que el «vamos a estudiarlo».

Apostar por la conciliación no es negar las diferencias entre ambos bandos. Existen, especialmente en el ámbito ideológico donde se contraponen de manera constante idealismo y materialismo. Se acusa con frecuencia a los socialdemócratas de ser «buenistas». Es cierto que a veces resulta inmaduro que no se cansen de clamar por derechos que nunca explican cómo van a pagar. Pero también lo es que existe en su clamor un idealismo tenaz que acompaño y admiro en la búsqueda de un mundo mejor.

A un socialdemócrata le dices que hay que combatir el cambio climático porque «el mundo no es solo nuestro, sino de las generaciones que vendrán» y te lo acepta. Eso me encanta. Creo que ese idealismo es la base de su complejo de superioridad moral sobre la derecha. No se puede generalizar, pero un materialismo economicista asalta con mayor frecuencia a los conservadores. Por ejemplo a la hora de combatir el cambio climático solo te «lo compraran» si genera riqueza y puestos de trabajo. Esto es, si lo consideran útil para sus propósitos. No la demonizo, pero es una postura más interesada y egoísta, en definitiva, menos generosa.

De este laberinto no nos sacará el enfrentamiento entre dos visiones del mundo antagónicas sino el pragmatismo. Y nada sería más inútil para la causa de un mundo mejor que ser una minoría que tiene la razón. Hay que aunar voluntades en asuntos que no son cuestión de ideología sino de sentido común. Para eso es necesario no creerse superior y respetar al contrario, hablar con él, llegar a acuerdos. Es imprescindible hacerlo si algún día queremos ser eso que algunos definen como una democracia real, abierta y tolerante del siglo XXI.