Gonzalo Cuallado Salinas, Angelillo, falleció el pasado domingo 26 de junio, cuando justamente cumplía 90 años. Murió en su localidad de exilio y acogida, en Chaufailles (Francia). Pues aunque naciese en Valencia en 1926 y tuviese la casa familiar en uno de esos chalets-cooperativa republicanos de la calle José Zaragozá su vida no fue nada fácil. Sobre todo en aquellos años de la cruel represión franco-falangista de la década de los 40 y 50.

Él fue siempre una persona alegre, trabajadora, sencilla, con un futuro obrero en alguna de las carpinterías que pululaban por los bajos del barrio de Patraix. Pero su calle era sinónimo de comunistas y socialistas, y la policía visitaba, con todas las connotaciones de duelo y represión añadidas, las viviendas cada dos por tres.

Hasta a su padre vinieron a detenerlo cuando yacía de cuerpo presente, pues había sido un destacado dirigente del PSOE. Es por ello que en el primer momento que llegó hasta sus oídos, sotovoce, la noticia de la actividad guerrillera no se lo pensó dos veces y junto con otros jóvenes de Patraix (Vicente Boix, Lucas Hernández y Elietes) partieron al monte no presentándose en la Caja de Reclutas al requerimiento de su quinta.

Era el 10 de diciembre de 1946. Tenía 20 años y se le pondría el sobrenombre de Angelillo, por lo mucho y bien que cantaba, en homenaje a ese reconocido músico madrileño de dulces colores, de la copla. Aunque fuesen sus ronquidos lo que más preocupara a sus compañeros en más de una ocasión al hilo de las noches entre sábanas de romero.

Como guerrillero antifranquista, integrado en la AGLA (Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón) estuvo casi siempre a las órdenes de Jalisco y de Chaval, y de Grande, jefe de Sector de todos ellos y que alguna vez algún historiador militar le reconocerá el honor de haber sido el mejor jefe de guerrillas de todos los tiempos en la España moderna.

La zona de Cofrentes fue su lugar de acción más habitual. Solo en 1952, tras seis años de monte, y lucha y resistencia contra todo el poder de la dictadura que amalgama un sin fin de asperezas de derecho de ley, Angelillo, Ventura y Teo partieron hacia el exilio de Francia. Ya se había decidido la evacuación general.

Allí rehizo su vida, primero con nombre falso, con el que muchos todavía aún lo saludaban, y luego con el verdadero. Allí se casó con Oliette, y formó su familia de la que nacieron dos hijos, y retomó su oficio de carpintero. Siguió siendo comunista, pues era la militancia base del monte. En los años sesenta pudo regresar. Lo hacía en sus temporadas de vacaciones. Y de nuevo su casa de la calle Zaragozá estuvo abierta.

Con la muerte de Angelillo, como antes la de Teo, Andrés, Grande, Ceferino o Celia vamos perdiendo en Valencia capital la memoria viva de un tiempo áspero y común, tan lleno de ejemplos evidentes de utopía social y valor. Es la Historia, con mayúsculas. Sin ellas no habría ni referentes ni discusión política. Por eso, señor alcalde Ribó, desde aquí le pido una calle o una plaza para todos ellos.