La anécdota ayuda a condensar el relato: «Cuando llegué al campo, justo antes de cruzar la puerta, miraba a dos niños jugando, tirándose el agua el uno al otro, hasta que se dieron cuenta de que estaban acercándose a la valla. Entonces pararon, dieron media vuelta y se alejaron de allí. Aquí hasta la diversión está limitada». Lo cuenta Josep Benavent, activista y voluntario de Quatretonda, que acaba de regresar del campo de refugiados de Cherso, en Grecia. Antes estuvo en Idomeni hasta que fue desmantelado. Ambos recintos, a menos de una hora de distancia entre sí, se encuentran en el norte del país, lindando con Macedonia.

En Cherso viven más de un millar de refugiados, sobre todo sirios aunque también iraquíes y de los cuales cerca de una tercera parte son menores de edad. El campamento está delimitado por una valla coronada con alambre de espino y una treintena de militares custodian y acotan la rutina de sus habitantes. «Algunos días hay más soldados, sobre un centenar, cuando toca recuento (de refugiados)», relata Benavent. Él forma parte del tercer núcleo presente en Cherso, los voluntarios, un grupo que ronda las tres decenas sin contar a los miembros de las grandes ONG que, según relata Benavent y otros voluntarios independientes en el mismo lugar, se mantienen en un plano secundario respecto a la vida allí dentro.

El joven no viajó solo hasta Grecia, sino que lo hizo como miembro del colectivo Balloona Matata. La asociación organizó antes del verano un festival en Rambleta para recaudar fondos y con ellos compró la furgoneta que han utilizado para desplazarse hasta el campamento. Cada día durante la última quincena de agosto el equipo, de una decena de voluntarios, aparecía en el campo de Cherso cerca de las nueve de la mañana para repartirse en clases para niños de matemáticas e inglés, y talleres de deporte o baile para adultos por la tarde. La mayor parte de estas actividades se desarrollan en el centro cultural o en guarderías que un grupo de Barcelona había levantado antes.

«Los niños te ofrecen todo lo que encuentran: te hacen collares o te dan su merienda; y cuando te ven entrar por la puerta se van a por ti», relata Natalia Bonillo, otra de las voluntarias del grupo. Entre actividades, en dos turnos al día, los habitantes de Cherso comen lo que les sirven los militares. Cada día el mismo menú: zumo de naranja, manzana, cruasán y ciruela, más un plato de arroz que lleva carne en días alternos.

Al anochecer, los voluntarios abandonan el recinto bajo la severa mirada del ejército y quienes se quedan aguardan un nuevo día que será el mismo. «Te preguntan mucho qué pasa afuera. La mayoría quiere ir a Alemania y les respondes que no sabes cómo está el tema. Una mujer me dijo el otro día: ´todos decís I don´t know´». Intuyen, aunque nadie se lo confirma, que el campo se cerrará antes de que llegue el invierno. «Hay quien se plantea regresar a Siria; dicen que al menos allí tienen casa», describe Bonillo. La mayoría de ellos, o al menos quienes logran reunir el dinero, intentan la pasar fronteras con alguna mafia. «En las ciudades hay muchos en pisos abandonados, a la espera de estos viajes», cuenta Benavent. El campo engulle de nuevo esas aventuras frustradas.

Si a los refugiados les acosa la incerteza sobre su futuro, los voluntarios vuelven a casa con sus propias preguntas. «Nos preguntamos mucho entre nosotros qué es Europa, qué estamos haciendo», exclama Bonillo. Benavent aporta una respuesta habitual en el grupo: «Es una vergüenza».