En su medio siglo de intachable trayectoria pictórica, a José María Molina Ciges (Anna, 1938) le ha dado tiempo a consagrarse como uno de los artistas contemporáneos más relevantes que ha parido la terreta Ha recorrido media Europa y América con sus cuadros a cuestas y ha conseguido prácticamente todo lo que se ha propuesto a base de constancia, dedicación y un estilo deslumbrante, muy arraigado al territorio y a su contexto social, que no ha dejado de evolucionar en el tiempo.

Pero el pintor, oficialmente «jubilado» del mundo del arte y apaciblemente retirado en su casa-estudio de Anna, tiene una espina clavada desde hace tiempo, una especie de deuda que está a punto de saldar. El próximo viernes, Molina Ciges inaugurará en el Palacio de los Condes de Cervellón la primera exposición que protagoniza en su pueblo natal. Durante un fin de semana, las estancias del edificio se llenarán de obras inéditas que el pintor ha ido atesorando desde el inicio de su profusa carrera.

En la intimidad de su recogido y espacioso estudio de la calle Arriba, Molina se sincera. «Soy una persona muy tímida y mostrar mi obra en mi pueblo me daba vergüenza», confiesa. «Incluso ahora me sigue dando apuro: es como si expusiera la primera vez». La iniciativa surgió en una de las tertulias que a diario comparte con un grupo de vecinos vinculados a la asociación cultural La Ñigasa, que organiza la muestra. «Me comprometí a exponer en Anna si llegaba a cumplir los 80 años». Dicho y hecho. El pintor, uno de los exponentes de la corriente rupturista que revolucionó el panorama artístico valenciano en el postfranquismo, solo puso una condición: nada de un evento «rimbombante» o pomposo. «Ya he tenido suficientes boatos en mi vida. Quiero algo sencillo y sentimental, para la gente del pueblo que se pregunta a qué he dedicado mi vida y qué hago», sentencia. Toda una declaración de humildad de un creador cuyos lienzos han cruzado el charco.

A la espera de definir el espacio, la muestra Una vida de pintura en Anna podría alcanzar el centenar de cuadros. Siguiendo un orden cronológico, el asistente podrá navegar a través de las diferentes etapas por las que ha transitado el ecléctico artista, comenzando por la negritud de sus primeros años, cuando la larga noche del franquismo oscureció sus pinturas. En una etapa posterior, quedó cautivado por la visión en Berlín de escultoras griegas cuyas partes íntimas eran mutiladas, un «ensañamiento con la cultura» que plasmó en sus obras para retratar la situación de angustia y falta de libertades de la dictadura. Una estancia de tres meses en Nueva York supuso un punto de inflexión en la trayectoria de Molina Ciges. En la Gran Manzana, cuenta, quedó deslumbrado por el pop-art: Lichtenstein, Warhol y Wesselmann se convirtieron en referentes que recondujeron su pintura hacia nuevas formas mucho más vitalistas, más acordes con el nuevo periodo democrático que se abría. En su última época, el autor pergeñó un estilo que emplea todo tipo de materiales, centrado en bodegones, mares, collages y mucho óleo. Aún hoy, Molina dedica entre entre dos y tres horas diarias a su gran pasión. Más no, porque su salud se lo impide. «Antes me levantaba a las siete de la mañana y aguantaba 8 o 9 horas trabajando: producía entre dos y tres cuadros a la semana. Ahora se me carga la espalda y el dolor de cadera me impide continuar», lamenta. En sus últimos trabajos, emplea el cartón como punto de partida para crear y no deja de versionar a los pintores impresionistas y expresionistas que más le han influenciado, siempre imprimiendo su sello propio a las obras: ahí están las mujeres que retrataban Matisse y Monet, allí las flores de Cézanne...

Atrás quedaron los años en los que se dedicaba a plasmar en sus lienzos lo que llama «literatura de retretes»: los grafitis que se encuentra uno cuando va al lavabo de una gasolinera. «Eso me trajo algún rechazo: en Madrid -donde más ha vendido- me devolvieron algún cuadro diciéndome que no lo podían exponer», recuerda. «Ahora ya no estoy en edad para provocaciones: me dedico a una cosa más estética y contemplativa, de experimentación, pero más tranquila», observa. Pese a liberarse de la presión de la industria -la última vez que expuso fue en el Rosalía Sender de València, hace tres años-, sigue sin alejarse de la realidad social, como demuestra un reciente cuadro titulado Mar Negre, inspirado en los refugiados que mueren en el Mediterráneo.

«He tenido muchas etapas, pero siempre predomina la misma constante -expone Molina, señalando sus obras-. Siempre estamos pintando el mismo cuadro, como dijo Picasso, aunque nos renovamos por la sensaciones que percibimos de la propia vida: algo que has hecho hace 20 años hoy tiene un significado distinto», agrega.

En Anna desde los 33 años

Haciendo gala de una memoria prodigiosa, el pintor recuerda la última vez que expuso un lienzo ante el público en Anna: tenía 14 años y estaba en la escuela. Y eso que nunca se ha desligado de su pueblo, donde ha producido toda su obra desde los 33 años, cuando, tras acabar Bellas Artes, decidió dejar atrás la cómoda existencia que le brindaba la enseñanza y abrazar el arte como forma de vida. Tras un verano de producción frenética y de vender sus primeros cuadros, tomó una decisión que le cambiaría la vida. No fue fácil, pero logró vencer su timidez e introducirse, casi sin ayuda -únicamente un pintor le ayudó, Joaquín Michavila, rememora-, en los cerrados circuitos comerciales y culturales, de los que solo ahora se ha alejado. Hoy puede presumir de haberse dedicado exclusivamente a la pintura siendo siempre fiel a sí mismo.